ENTRE ACORDES Y CADENAS

Líderes y referentes

Juez y escritor

Benito Mussolini, líder del Partido Nacional Fascista italiano, llegó al poder a finales del año 1922. En aquellos tiempos Italia seguía siendo una monarquía, pero el Rey, Víctor Manuel III, no mostró demasiada oposición a su nombramiento como presidente del Consejo de Ministros Reales, como tampoco a su decisión de disolver el parlamento y de asumir el mando supremo del Estado. A partir de ese momento, Mussolini se hizo llamar il Duce, que podríamos traducir como caudillo, guía o conductor.

Él fue el primero. Pero luego, otros dictadores, sorprendidos por el éxito de dicho apodo, decidieron seguir sus pasos. Así pues, en Alemania, Adolf Hitler adoptó el título de Führer; en Croacia, durante la época del paradójicamente llamado «Estado independiente», que no tenía nada de independiente porque era un Estado títere y colaboracionista de la Alemania nazi, Ante Paveliæ, se nombró caudillo o, en serbocroata, Poglavnik; en España, Francisco Franco fue también caudillo, en este caso «por la gracia de Dios»; y en Rumanía, Nicolae Ceausescu se nombró a sí mismo Conducãtor.

Se trata de vocablos distintos. Aunque todos ellos reflejan la misma idea, la consideración del mentado como líder supremo de un movimiento o de un Estado, a quienes todos, precisamente por esta condición, deben obedecer. En caso contrario, los discrepantes estarían actuando contra el propio Estado, personificado en su caudillo, lo que les convertiría automáticamente en disidentes, en enemigos del Estado y, por tanto, en merecedores de un castigo ejemplar.

Las palabras son importantes. No son simplemente una sucesión de letras estériles. Su mera pronunciación provoca en quien las escucha la representación mental de una idea concreta. Y conforme a ella, piensa y, luego, actúa.

Así las cosas, me resulta preocupante que, de un tiempo a esta parte, no sólo los partidos políticos, sino también los medios de comunicación hayan empezado a denominar “líder” a los dirigentes políticos, sea cual fuere el partido al que pertenezcan, pues se trata de una palabra con peligrosas connotaciones que puede provocar (y de hecho está provocando) un cambio de mentalidad en los ciudadanos. Una alteración del concepto mismo de democracia, en la que, teóricamente, el poder se somete al ciudadano y no al revés. Una disminución notable de las críticas a aquello que no nos convence, del número de movimientos sociales, contrapeso necesario del poder, y de la entidad de sus acciones. Y, por tanto, una obediencia cada vez más ciega a lo que, desde arriba, aunque sea ilógico, nos imponen mediante la disciplina del pulsado de botón.

Una sociedad de líderes pugnando día y noche por el poder, que todo lo corrompe, nos conducirá finalmente a la instauración de un sistema político y social con demasiadas reminiscencias a regímenes pasados, pues cada vez parecen más ciertas las teorías de aquellos pensadores que consideraban cíclica a la historia. Polibio, el último de los teóricos sociales griegos de importancia, uno de los fundadores de la filosofía de la historia. O Montesquieu, el cual, en sus Cartas persas, cuenta la fábula de los trogloditas.

El pueblo troglodita, relata, no sabía lo que era la justicia, de modo que mató a su rey y nombró magistrados a los que, a su vez, mató también. La consecuencia de ello fue el caos. Cada uno por su lado. Pasó el tiempo y, por fin, fue posible que alguien convenciera a los trogloditas de que «el interés de los individuos reside en el interés común; querer separarse del mismo es querer destruirse a sí mismo». Gracias a ello y, hartos de inseguridad y penuria, iniciaron una vida bucólica bajo un régimen republicano, hasta que su virtud política comenzó a deteriorarse y decidieron elegir a un anciano venerable como rey. Es decir, vuelta a empezar.

Sería conveniente una profunda reflexión acerca de la importancia del lenguaje, que nos llevara al uso de otros términos y, en concreto, a desterrar del debate público la palabra «líder».

Pero también sería necesario plantearnos que una sociedad cada vez más perdida como la nuestra, donde la importancia de los valores se ha reducido hasta niveles insospechados, no necesita de líderes a los que profesar obediencia ciega, sino, tal vez, de referentes, personas que actúen por principios y no por interés, una rara avis, pero que, como se dice en Galicia sobre las meigas, «habelas, hailas». Y todos conocemos a alguno.

Suscríbete para seguir leyendo