La recuerdo siempre desde mi infancia como entrañable tutora de aquellos juegos infantiles de aventuras con afán de descubrimiento desde el puerto, observando el horizonte de toda una vida por ser revelada junto a mi cómplice hermano Juan Carlos Rosa. La evoco como testigo silencioso de mis primeros besos bajo su centelleo intermitente. La invoco como los destellos que alumbran los anales de esta ciudad milenaria, la cual parece estar ensombrecida sino fuera por su elegante presencia de dueña bicentenaria. Mi memoria se viste con su luz- nívea en su fachada de día, refulgente en las noches atemporales de una Málaga soñada-. Quedo con José Bergamín ante ella. Él me recuerda: es «Hija de la espuma» y me pregunta ¿Málaga existe? Con quietud la diviso desde la bahía y le respondo con sus versos: «La había soñado para poder verla. La he visto para no volver a soñar». Hoy, las ensoñaciones se transfiguran en una anhelada sustantividad. Hoy, el primer día del resto de su vida, la quimera da paso a una realidad codiciada, batallada y perseguida. Hoy, la Farola, nuestra dama de noche de luz, el único faro femenino que alumbra las costas españolas –junto a su hermana en el litoral tinerfeño- ya es, por fin, Bien de Interés Cultural (BIC) en la categoría de monumento: la mayor figura de protección que puede aplicarse al patrimonio histórico español.

La gran y ansiada noticia para todos también tiene sus enemigos en propia casa: Puertos del Estado, Junta de Andalucía y el Consistorio han presentado -de forma inadmisible y representando intereses muy ajenos a la defensa de nuestro paisaje- alegaciones contra este merecido reconocimiento por «falta de claridad en los criterios, considerándolo un guiño negativo a la Torre del Puerto». Ni la historia ni la Farola los absolverán ante tantas tropelías. Acerquémonos a contemplarla y entreverarnos con su luz icónica: la nuestra.