En un ambiente bullicioso pre ferial, la urbe se envuelve de un caluroso gentío que marca récords en el aeropuerto, estaciones y carreteras. «La Málaga de moda» está más efervescente que nunca batiendo marcas históricas de visitantes, pernoctaciones y gasto medio de los turistas. Paseo frente a esa otra orilla, abismado en este mar de gente, sintiendo el oleaje de la muchedumbre quienes deambulan entre sombrillas guías, sujetos a mapas de descubrimientos iluminados por la ardentía en pleno estío agosteño. Entre ellos, intento pasar desapercibido intercambiando miradas, imaginando sus vidas. Después de buscar una calle más sosegada -donde mi sombra y yo nos encontramos de nuevo-, en ese instante de calma transitoria, pienso en ese complejo estado: la felicidad.

¿Qué necesitamos para ser felices en Málaga? Una de las respuestas me la revela el urbanista canadiense Charles Montgomery en su ensayo ‘Ciudad feliz. Transformar la vida a través del diseño urbano’ (Ed. Capitán Swing). El autor me responde –y comparto sus argumentos- que la principal labor de una ciudad es funcionar como una máquina social. La ciudad son relaciones, positivismo, equidad, conectar entre nosotros de forma significativa y construir confianza social: ingredientes básicos para hallar la felicidad.

La alineación planetaria ha traído una doble noticia; por un lado, más penosa, el grupo catarí de la Torre del Puerto renueva el aval y sigue adelante con el proyecto; por el otro, más ilusionante, la construcción de las torres de Repsol, en suspenso, hasta que haya un pronunciamiento judicial. Me despido de Charles junto a La Farola, nuestra dama de noche BIC, y me dice: «Vimos el desastre de 2008, cuando España realizó un despilfarrador experimento de ‘sububanización especulativa’. Espero que se haya aprendido y que ahora se invierta en lugares funcionales para todos». Aviso a navegantes.