Eludo al gentío que ocupa las vías en plena euforia de la Feria del Centro. Los pasos instintivos me encaminan al plácido Paseo de Heredia. De nuevo, observo las ventanas de tu casa y recuerdo el encuentro de hace apenas unos días junto con tus hermanos Pablo, Javier e Isa. Imagino esa cercana tarde cuando relataste el proyecto de tu viaje.
En tu refugio de siempre, entre libros, se oía el aria de Verdi ‘Addio del passato’ (Adiós del pasado) de La Traviata. Maria Callas musicaba aquel atardecer abrigado de palabras serenas. La tertulia se orientó hacia un reencuentro con el pretérito: un repaso de vidas.
A Aldo La Beira lo conocí a principios de la década de los ochenta de la mano de su hermano Javier. Culto, reservado, metódico, tenista; marcado por su sobrevenir en los Maristas, el cual lo conduciría más tarde a ser dueño de su propia existencia; a no dejarse sojuzgar por ninguna ideología puesto que las había analizado todas. Con el transcurrir de los años se convierte en un espectador reflexivo, un «observador infinitesimal» como le apodaron sus compañeros de la Escuela de Peritos. Su pasión tenaz por el conocimiento le hace sugerirnos una de sus máximas más citadas: «Hay que culturizarse». Se acerca al piano y tocando unos acordes, este ser de voluntad personificada -casi espartana- comenta que todo en este paradójico orbe se concentra en la sabiduría. La estancia queda en silencio. Aldo, al cambiar el disco, nos contempla con su mirada lúcida y habla sobre la novela ‘Sur’ de Antonio Soler: un viaje de un día a una Málaga atemporal. Como él, quien no está sujeto al paso del tiempo, que trasciende las épocas. El crepúsculo inunda la ciudad, nos despedimos con una sonrisa para normalizar el adiós canturreando «… se acabó el festival hoy». Camino a casa, en el Paseo de Heredia solo se escucha cantar a Enrico Caruso ‘Una furtiva lacrima’. Buen viaje querido Aldo.