Grandes aprendizajes ocurren alrededor de una mesa. Mi abuela siempre reservaba un plato extra por si se presentaba algún familiar o amigo inesperado a comer. Guardaba en la cocina y a buen recaudo una ración de arroz de pescado o de calamar hecho en greixonera con ajos fritos y, cuando estábamos en los postres, aparecía el agraciado y agradecido comensal. La generosidad hace la vida agradable. A quien la recibe y a quien la practica.
En mi casa no está bien visto levantarse de la mesa y llevarse únicamente el plato propio. Desde pequeños nos enseñaron que, ya que se hace un viaje a la cocina, conviene aprovecharlo. No sólo por economizar paseos de aquí para allá, también para hacerle un favor a quien se sienta a nuestro lado. Esa actitud hace la convivencia amable.
No ser gorrón y compartir, esperar pacientemente para servirse, los buenos modales, comprender las jerarquías, respetar a los mayores, dar las gracias, saber renunciar a la mejor ración o a la última aceituna son actitudes que se aprenden alrededor de una mesa. Siempre recordaré la caldereta de langosta que compartimos mi amiga Pili y yo con un gurú de la autoayuda y la evolución personal. Pili y yo alcanzamos a comer alguna que otra pata esmirriada, mientras que el supuesto pope de la compasión y la inteligencia emocional arrambló con toda la chicha del crustáceo. Puede que no nos enteráramos de que la lección de esa velada era «Soy el centro del universo y vosotras mis satélites». Vaya par de ilusas. Nuestro aprendizaje fue que rodearse de aprovechados es chungo. Lo dicho, una mesa es un ágora de conocimiento y, en opinión de mi sabia madre, también es la mejor carta de presentación. Cómo no estar de acuerdo con ella y doblo su apuesta con la siguiente afirmación: dime cómo cuidas el portal exterior de tu casa y te diré cómo eres.
En mi pueblo, una chica tailandesa ha abierto un local de masajes. La pobre ha tenido que colgar un cartel que, con mayúsculas y negrillas, anuncia que sus servicios no son eróticos, pero eso es otro cantar. Veo cómo sale a regar y a podar unas flores que el ayuntamiento plantó hace años. Cómo retira restos de basura del parterre y cómo invierte el tiempo de su té matutino cuidando el espacio público. El gesto dice mucho de ella y de su respeto hacia los demás. En sus antípodas, dos calles más allá, una señora barre cada mañana echando toda la basura a los vecinos y a la calzada. Deja su metro cuadrado más limpio que una patena, pero el de al lado hecho un desastre. Su sensibilidad cívica está a la altura de las colillas que esparce frente el portal contiguo y yo espero no compartir caldereta con ella. Mi vecina de enfrente ha podado sus buganvillas, ha colocado los restos en bolsas, los ha llevado al contenedor especial para desechos de jardinería y ha regalado un ramito de flores a una señora mayor que vive un par de casas a la derecha. Con ella sí compartiría mesa y guiso. De hecho, indirectamente, lo he hecho porque su abuelo era de los que venían a comer el plato que mi abuela reservaba para amigos y familiares rezagados. Las vueltas de la vida.