Casi nada vale de cualquier manera, a cualquier precio, sea como sea. Por mucho que se consiga o se mantenga aquello que se desea o se quiera, se acaba distorsionando si la forma de obtenerlo o de que se quede no es la que corresponde, la que debería, la idónea. Todo tiene -al menos- una manera correcta de llevarse a cabo y también muchas otras de hacerlo mal. La forma y el fondo se funden en un solo concepto al materializarse, no son partes divisibles, que uno pueda analizar a posteriori y valorar individualmente, sino sólo en su conjunto. Y aunque nos esforcemos y tratemos de desvincular una cosa de la otra cuando nos conviene, al final uno encuentra que la propia forma parte de un fondo y que el fondo mismo tiene en su esencia una forma concreta.
Es verdad que está extendida la creencia de que el fin justifica muchas veces el medio, pero ese fin que se busca no es el mismo que se encuentra cuando no se tiene en cuenta el medio por el que se ha obtenido. A veces uno celebra una victoria que no es más que el disfraz festivo y efímero de una soterrada derrota que no tarda en emerger con sus harapos. Y luego a nadie le sienta bien esa ropa, pero para cuando te das cuenta ya no hay otra.
Nos estamos acostumbrando a que por ejemplo en la política no haya más que oscuros fondos y malas formas. Y ya casi parece legítimo obtener el poder por medio de ofensas, agravios y crueles insultos. Alguno ya manda en no pocas partes de este mundo tras haber lanzado ridículas injurias y soeces calificativos a personas concretas o colectivos, haciendo buenos los malos modos. Y qué se puede esperar de alguien que consigue así su objetivo. Quien alcanza el poder con desprecio, con desprecio gobierna.