Tras el inicio de un ciclo septembrino muy enrevesado por los paradójicos fenómenos meteorológicos -anhelados y ahora tan temidos-: desgracias, largas esperas en las idas y regresos vacacionales, caos en estaciones y aeropuertos… Málaga contempla este mes entre un ambiente político donde la sinrazón parece, de nuevo, ocupar todo el proscenio de un país teatralizado por la incertidumbre y la arbitrariedad. Todo ello supone el preámbulo de un nuevo curso donde el desasosiego lo inunda todo. Sobrellevamos una época en que el argumento del teatro del absurdo: «Nada de lo que existe tiene sentido o significado» se propone como réplica inherente a este trance derivado del escepticismo más cultivado gracias a los directores de esta producción; a unos dirigentes quienes hacen de la política una modalidad efectista en la cual sus propios libretos les conducen a actuar de manera irracional: una representación melodramática donde los ciudadanos ocupan su lugar en el ‘gallinero’ observando turbados este acto tan azorado. Evoco las palabras del crítico literario Martin Esslin cuando en 1962 acuñó el término ‘teatro del absurdo’, con la idea de aludir a aquellos dramaturgos que escribían en disensión al teatro tradicional.
El guionista británico definió lo absurdo como «lo contrario y opuesto a la razón», cuyas obras suelen caracterizarse por ser injustificadas, cáusticas, extravagantes e insólitas. En estas funciones escénicas se aborda una temática relacionada con el ámbito cultural o político, clases sociales, moralidad y se polemiza sobre la existencia humana; estos creadores reflexionan sobre la escabrosa comunicación entre los individuos, que trae como desenlace actuaciones inconcebibles. El origen de este movimiento artístico nace en un tiempo marcado por un declive político, social, moral y religioso ¿Les suena ese contexto? Incomprensible espíritu, a veces faro, a veces mar, me dice Samuel Beckett.