Lunes. El quiropráctico me estira los huesos y me alivia las cervicales. Crujo. Salgo como más estirado y derecho. Me noto también las ideas más estiradas, más anchas, las pocas que tengo un lunes tan temprano. Hay también una ligereza de ánimo que la exacerba una cierta brisa fresca en la calle. Josep Pla sería capaza de escribir dos folios describiendo este vientico. Reviso mentalmente las obligaciones domésticas y profesionales que me esperan a lo largo de la semana y me acucian unas imperiosas ganas de volverme a la cama. Me da por pensar que si lo intentara habría una fuerza invisible y desconocida que me lo impediría. Como si fuera un personaje de Buñuel o de Kafka. Paro un taxi.
Martes. Sevilla. Calor. Dónde irá tanta gente a esta hora, me dice el taxista para explicar/conjurar el atasco cerca del Centro a las once de la mañana. Después del plató paseo cerca del Sánchez Pizjuán. Hay una animación en las terrazas, los veladores, con mesas bien provistas de cervezas, pescaíto frito y puntas de solomillo. Las franquicias de restauración conviven con el restauranteo tradicional y de menú. Tras la dosis de sociología de bolsillo que me voy dictando a mí mismo, me como un bocadillo de jamón (¿es aquí el bocadillo de jamón un Serranito frustrado?). En el tren de vuelta leo una gran porción de Hijos de la fábula (Tusquets), la novela en la que Fernando Aramburu se cachondea de dos niñatos con ínfulas de ser etarras. Denuncia de la sinrazón a base de humor. Una turista alemana me pregunta que cuál es la ciudad más bonita de Andalucía. Cierro el libro.
Miércoles. Entro al despacho del director y veo que tiene en una mesa la última entrega de los diarios de Rafael Chirbes (Anagrama). Trato de distraerlo por ver si le robo el libro pero fracaso en el intento aunque consigo acariciar el volumen y leer una entrada al azar. Página 243. Salgo sin libro pero logro una invitación a café. Bulle el centro y casi no hay manera de encontrar un escaño en ninguna cafetería. Me ronda la idea de escribir un cuento sobre un turista que solo puede alimentarse de café y que tras vagar durante horas por la ciudad muere de inanición. Tengo que madurar la idea para darle un toque surrealista pero, sobre todo, paradoja, para que el relato no quede descafeinado. A la noche retomo la visión de Irati, película más que fantástica, fantasiosa, interesante pero que me provocó un sueño insoportable anoche. Hoy la culmino sin mayor emoción. No sé. Igual estoy insensible. Hoy.
Jueves. Mañana trabajosa en la redacción. Hay días en que a todo el mundo le da por escribir correos electrónicos. Y yo que pensaba que este medio de comunicarse estaba (algo) en declive. Caminata. Dos y media: animadisimo hoy el Rectorium de La Malagueta. Coquinas, alcachofas y urta. En una mesa cercana está Celia Villalobos, a la que veo elegante, parlanchina y en forma. Larga sobremesa (¿pleonasmo?) antes de internarme en un autobús con la esperanza de cazar una conversación que me inspire la columna del día. No es menor también la esperanza de que me lleve en poco tiempo a mi casa.
Viernes. Abro al azar una vieja antología del poeta gaditano Antonio Hernández: «He entendido al fin que escribir es amar sin amor que te bese».