Tengo la suerte de poder visitar con frecuencia la zona atlántica de Andalucía y he constatado que en sus orillas la vida transcurre bajo otras reglas. En los pueblos que florecen bajo la salinidad que les aporta el atlántico existe una ley no escrita de tomar las cosas como vienen. Nadie tiene esa prisa desbordante que suele tragarse los días y que hace que nos preguntemos a qué lugar se habrán marchado.
A orillas del atlántico las tardes duran más y hay café con los amigos y un «espera, que me voy a tomar un helado» a la salida del trabajo y los colegios. En esas orillas la gente tiene claras las prioridades y las calles poco a poco te van llevando a la playa.
Las mareas cambian el perfil de las playas de una manera sorprendente y ves a la gente andando por mitad del agua, un agua que les llega a los tobillos y que ha retrocedido hasta la calle náutica. Hace frío. Siempre tengo frío en tierras atlánticas, hacer la maleta siempre es un caos porque sé que dejaré algo de abrigo que terminaré echando de menos. No me importa, forma parte de mi relación con el Atlántico y de mi negativa sistemática a dejar ir el verano.
La luz también es diferente, menos cruda y bañada siempre de una leve bruma marina, pareciera que no quiere molestar e irrumpir en nuestras mañanas sin una invitación previa. Ocurre lo mismo con los atardeceres. El sol se va retirando lentamente hacia el mar, tan lentamente que no reparas en el momento exacto de su desaparición.
El Atlántico también es inconformismo, rebeldía y cultura que se cantan como coplas de carnaval, o se trovan a modo de romanceros y cuartetos.
A mí ansiedad crónica le viene bien estar en contacto con el Atlántico. Allí duerme, se toma vacaciones y me deja ser en mi forma imperfecta. Soy por tanto más libre y más consciente.
El Atlántico es un estado de ánimo, una idiosincrasia típica de los pueblos que allí habitan, una forma de enfrentarse al mundo con alegría y confianza, un conjunto de virtudes inefables. Un misterio que, creo, debe seguir siendo irresoluble.