Opinión | Mirando al abismo

Ilusión y consumismo

Hay momentos de la vida que pertenecen a la infancia. A mi modo de entender la Navidad es uno de ellos. Solo los niños son capaces de ver belleza donde únicamente hay actos de consumismo y capitalismo.

Las sociedades occidentales hemos entrado en una vorágine consumista que hace que empecemos cada fiesta de guardar, al menos, un mes antes. Cada vez el alumbrado navideño se coloca antes, se comen polvorones antes, se adorna la casa antes… Todo en virtud de consumir más, de gastar más. Para los adultos las fiestas se han convertido en hacer alarde de los nuevos turrones que has comprado, de que has hecho la manualidad de moda, o de que has ido a merendar a ese sitio nuevo.

A finales de octubre ya empiezas a ver en las tiendas decoraciones navideñas y los primeros mantecados. Aquí, en este sur que habito y que me conforma cada día a su manera. Con el calor aún en alza resintiéndose a entregar sus últimas tardes a la medida del hombre, encontrar mantecados en octubre es, como poco, inmoral.

Cuando me abruma la sensación de que el capitalismo nos gana la batalla y me abruma la funesta idea de que resistir no va a bastar, entonces pienso en las navidades de mi infancia. Empezaban a mediados de diciembre con el circuito de belenes que ponían los organismos oficiales, seguíamos con un recorrido de los puestecillos navideños del centro de la ciudad. Más tarde, ya en enero, se llevaba la carta previamente elaborada al cartero real para que se la entregara a sus Majestades los Reyes Magos. Ya solo quedaba esperar al día de Reyes. Eso era todo.

La noche y el día de Reyes es lo único que me sigue gustando de la Navidad. Me encanta investigar y preguntar y mirar en mil sitios para encontrar ese regalo que sé que hará a otro feliz. Me gusta ser la ayudante de los Reyes Magos.

Un año, a mi prima Marina los Reyes le dejaron en mi casa un coche a pedales. Le conté la historia de cómo vi a Melchor y Baltasar cargar con él muro arriba para poder meterlo en el salón, que Baltasar, al ser un poco torpe, derramó el agua de los camellos y su tía, mi madre, tuvo que recogerlo todo con la fregona. Ella me miraba y creía cada palabra.

En mi casa ya no se monta el belén, ni se pone el árbol, ni se comen dulces navideños. La Navidad no está en poner las luces en noviembre, ni en adornar la casa con cachivaches nuevos. Eso tiene poca gracia y además es el camino que el sistema nos marca para que gastemos más dinero en cosas que no necesitamos. La Navidad está en cada niño que escucha a los camellos de los Reyes en el salón de su casa.

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