Opinión | La suerte de besar
Un día de furia
El conde Aleksandr Ilich Rostov no puede dormir. Está agotado y los párpados le pesan como losas, pero su mente ha entrado en bucle por unos contratiempos. De noche, los problemas son como burbujas en agua hirviendo. Empiezan siendo pequeñitos y acaban brotando desordenadamente y salpicando por todo. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Un horror. En el libro ‘Un caballero en Moscú’, Amor Towles escribe que el conde Aleksandr Ilich Rostov no puede dormir porque los conflictos son como el danzarín escocés que aparece pegando saltitos entre dos filas formadas por otros bailarines folklóricos. La imagen es clara. Un conflicto hace el paseíllo, saluda y otro le releva. Y, así, hasta que suena el despertador.
Tengo varias amigas que no son condesas y que tampoco pueden dormir. El insomnio les impide pensar con sosiego y les inhibe la capacidad para percibir el entorno con objetividad. Hablamos sobre ello mientras bebemos vino. Un placer. Concluimos que el exceso de presión tiene la culpa de todo. Una de ellas recuerda la expedición de los pobres turistas para ver los restos del Titanic. “La presión pudo con todos. Quedaron fulminados y desparecieron”, dice. Silencio. Imaginamos lo que debió ser esa tensión global. Llega la segunda botella de vino.
Otra amiga habla sobre el exceso de información. Las imágenes de Ucrania y de Gaza explotan en su cabeza, no aguanta el panorama político nacional y no soporta la agresividad de Milei, ni su mirada, ni su piel embalsamada. Le recuerda a Elon Musk, otro personaje aterrador. “No puede ser que un mandatario tome decisiones trascendentales, tras consultar a su médium quien, a su vez, habla en nombre del espíritu del perro que el presidente argentino tuvo hace un tiempo”, sentencia. Otro silencio. Meditamos acerca de la capacidad cognitiva de nuestras mascotas y rellenamos nuestra copa. Recibimos a diario decenas de noticias sobre el cambio climático, conflictos, hambre o migraciones dramáticas. Casi imposible no trastornarse.
Otra colega charla sobre los resultados del informe Pisa y los resultados de su mamografía. “Estoy estupenda”, dice y brindamos. “Tanta revisión médica angustia. Ojos, huesos, piel, tiroides, mamas, corazón”. Asentimos en masa. Volvemos al informe Pisa, al futuro de nuestros hijos y a cómo ponemos límites a las pantallas. Todas lo hacemos fatal. Hablamos sobre la Navidad. Regalos, comidas, compromisos, dispendio económico, felicidad obligada. No sabemos si estaremos a la altura de las circunstancias. Una de mis amigas acaba de volver de Barcelona. Cuenta que trató de hacerse una foto bajo las lucecitas del Paseo de Gràcia y que un paseante la insultó por entorpecer su ritmo. Gin tonic y vodka sobre la mesa. Un poco de queso. Los duelos con pan son menos. “A menudo me siento Michael Douglas interpretando Un día de furia”, susurra otra desde el fondo de la mesa. Atascos, conductores que hacen aspavientos porque has dejado pasar a alguien, gente que se cuela en la fila del supermercado. “Soy un ser iracundo”, sentencia. Y suelta una risotada.
El tardeo ha acabado. Besos y abrazos. Camino hacia casa. El cielo está naranja. Mañana hará viento. ¡Vaya un cielo bonito! Que este exceso de presión, que nada ni nadie aniquile nuestra capacidad de disfrutar de un buen cielo. O de un buen libro. Por cierto, ‘Un caballero en Moscú’ es precioso.
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