Opinión | El paseante

A ver quién lo tiene más grande

Mi padre siempre estuvo preocupado por mí desde que era pequeño. Nunca me gustó el fútbol. Se empeñaba en inculcarme tal afición, angustiado por aquellos conceptos de masculinidad que se resumían en el lema del Coñac Soberano, «Es cosa de hombres», unido al inconfundible aroma a trementina de aquel Varón Dandy, doloroso masaje de afeitar, que usaba tras el rasurado de mi barba aún incipiente. Recuerdo el Peñarol de Montevideo contra el Málaga en la Rosaleda, durante no sé qué torneo de cuál año. Me limité a hacer ruido de una banda hacia la otra y a corretear aquellos interminables tiempos de juego más el descanso. Mi padre desesperanzado acerca de esa idea difusa de criar un hombre como dictaba el imaginario, jamás volvió a padecer una grada junto a mí. Al mismo tiempo, mi abuelo materno, intentaba esa didáctica de la masculinidad, pero en los toros, plaza de Antequera, con iguales vueltas al ruedo del aburrimiento que las proporcionadas por el rectángulo y su balompié. El rechazo al toreo se podría justificar por simple humanidad, el del fútbol, tal vez por ausencia de interés en cualquier actividad que me obligue a correr, pero no. Cuando empecé a conocerme, o sea, cuando alcancé algo más de los 50 años, me di cuenta de que ese repudio a ambas aficiones se debe a mi incapacidad para identificarme con alguien que gane algo y no sea yo. Un egoísmo atroz, combinado con la envidia conducen mi raciocinio. Estas, apenas, defectuosas singularidades cognitivas han convertido el paseo por las calles de mi Málaga, ciudad del paraíso, en un tormento que me obliga bien a la penumbra doméstica, bien a las esquinas de esos barrios lentos donde crecí. A pesar de que soy consciente de mis deplorables condiciones psíquicas, no puedo evitar que mi mirada me inflija un latigazo cuando enfoca esos bruti-yates atracados en el puerto malacitano, de los que sé que ni poseo ni, según calculo, podré adquirir y/o secuestrar hasta dentro de 15 o veinte reencarnaciones.

Ante tal súbito espasmo nervioso, repito, cuota por habitar este edén, patria de Picasso, me calmo cuando caigo en la cuenta de que me mareo en barcas y barcos, y de la compleja existencia que, en realidad, arrastran los dueños de esos artefactos navales, impelidos a una especie de fuga perpetua, de muelle en muelle, para que nadie descifre, mediante comparaciones, en este caso doblemente odiosas, quién lo tiene más grande y, así, brote la carcajada pública frente a la derrota. Imaginen. Tras una noche que yo siempre intuiré de orgía y desenfreno en los camarotes, uno sube de buena mañana a su puesto de mando, orgulloso como el capitán pirata de la Canción de Espronceda por esa exhibición de poderío que tal embarcación implica; como un golpe, descubres que alguien con el artilugio más largo y ancho que el tuyo, atracó taimado y silencioso a tu popa. Una incomodidad, como de sarna, aconsejaría la huida discreta pero inmediata, rumbo hacia otros mares, para que nadie obtenga testimonio gráfico de eso tan enorme que te pusieron por detrás. Freud diría algo al respecto de esa inclinación hacia la compra del yate por parte de todo aquel que tiene, no sé, si dinero o la necesidad de exhibirlo. Pero ya les confesé esa visión mía tan distorsionada que me provoca la noticia de cualquier fortuna que esquive mi cuenta corriente. Seguro que los malagueños ganamos algo con esa exhibición de señorío sobre las olas, por ejemplo, esas familias a las que Cáritas tiene que asistir, aunque trabajen, porque no pueden pagar el alquiler de su vivienda. Estoy convencido de que esos navíos llegan sin sus dueños. Un yatchman se distingue desde lejos por el calzado, el polo, las bermudas, la gorra marinera y ese aire de superioridad que trasluce la posesión de un casi símbolo fálico enorme. Son tarjetas de visita, recordatorios flotantes dobles para que los malagueños siempre tengamos en cuenta quién manda aquí y quiénes sobramos en la otra frontera del escaparate.

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