Opinión | Tribuna
Un modo de ser Sísifo
Qué otra cosa podría hacer yo, si no. A qué dedicaría los jueves si no fuera a tramar la columna que se publicará el viernes
Abordamos aquella primavera de fin de siglo con un rumor que se extendía por la ciudad. «Va a salir un nuevo periódico». La salida de un periódico es siempre noticia, interesa, genera expectación. Se sabía que se iba a llamar ‘La Opinión de Málaga’, y que era Joaquín Marín quien capitaneaba el proyecto. Que ya había contratado a un buen puñado de periodistas, que estaban haciendo pruebas. Se hablaba del 25 de mayo como fecha de salida.
Yo, por entonces, dirigía una revista cultural en la ciudad, ‘Málaga Variaciones’, que salía una vez al mes casi de milagro, pero es que en esto del periodismo, sobre todo del periodismo escrito, los milagros se suceden. Me pareció una buena oportunidad de hacer un reportaje sobre cómo nace un periódico. A fin de cuentas, no es algo corriente. En esos momentos sólo había un diario en la ciudad, y que otro viniera a hacerle la competencia era una magnífica noticia en todos los órdenes. Así que llamé a Joaquín, le conté lo que quería hacer y se mostró encantado hasta donde Joaquín, siempre hierático, podía mostrarse encantado. Quedamos para vernos en la sede que habían elegido, en plena calle Granada.
Yo tenía las ideas claras de cómo afrontar el reportaje. Quería la versión de Marín, claro, la del director, la del generador de la idea, pero también otras. Le propuse entrevistar a un redactor veterano y a uno recién llegado. Acordamos que serían Luis Santiago y Jesús Espino, respectivamente. Y así lo hicimos. El reportaje me llevó varios días, durante los cuales visité la redacción, hablé con la gente, me fui empapando de todo. Finalmente se publicó en el número 28 de la revista, correspondiente a junio de 1999, y ocupó cinco páginas.
Todo esto para poner en contexto la cuestión y contar lo que para mí fue más importante, lo que determinó un momento crucial de mi vida. El último día que anduve por allí haciendo preguntas, cuando ya me iba y me despedí de Joaquín Marín, me dijo con su habitual distancia (que era producto de su enorme timidez y tras la que se escondía un hombre bueno, extraordinariamente bueno), «mándame una columna». Se la mandé. Se publicó en el número tres, creo recordar (la he buscado en mis archivos pero no aparece, no sé a dónde habrá ido a parar), y sin encomendarme a nada más que a la bondad de Joaquín, a la semana siguiente mandé otra. Así en los últimos 25 años, sin faltar nunca a mi cita con mi periódico.
Eso me convierte, creo, en el colaborador más antiguo. Al menos, el más antiguo sin interrupción. Estoy aquí desde su prehistoria y luego he seguido siendo parte de él. Y espero seguir siéndolo. Qué otra cosa podría hacer yo, si no. A qué dedicaría los jueves si no fuera a tramar la columna que se publicará el viernes. El viernes en La Opinión de Málaga, y también ese día y los subsiguientes en muchos periódicos del grupo Prensa Ibérica, que han acabado acogiéndome, dándome un lugar en sus páginas para que otras personas, en otros lugares, me lean. Alguna vez he contado que para mí, que tanta devoción he tenido siempre por Álvaro Cunqueiro, pocas cosas ha habido más emocionantes en mi vida profesional que publicar en Faro de Vigo, que fue su periódico (incluso lo dirigió entre 1965 y 1970), y además traducido al gallego, que fue su lengua materna.
Todo eso me lo ha dado aquella carambola del destino, que acaso no exista aunque dé constantes muestras de su existencia. Si yo no hubiese tenido la idea de hacer aquel reportaje acaso Joaquín Marín no se hubiera acordado de que yo andaba por ahí y no me hubiese pedido lacónicamente aquella columna primera y no habrían pasado veinticinco años en los que el periódico y yo nos hemos acompañado mutuamente. Nada hubiera sido igual, y acaso hubiera sido menos hermoso, probablemente. Porque si algo me ha gustado en la vida ha sido hacer periódicos. Más que mis versos, más que mis novelas, a mí me ha gustado hacer periódicos, contar la historia de las últimas veinticuatro horas del mundo en un papel volandero que muere y resucita a diario (como la rosa del poema, el periódico vive mientras muere) y hacerlo siempre con la misma pasión del día primero. Me gusta escribir en los periódicos acaso porque es un elegante modo de ser Sísifo, pues aunque hoy hayas escrito la mejor columna de tu vida, la mejor columna de la historia, mañana no sirve de nada, hay que empezar de nuevo. Es cierto aquello que me decía mi maestro Manolo Alcántara de que no hay nada más viejo que el periódico de ayer, que acaba sirviendo nada más que para envolver el pescado. Ese constante morirse y renacer del periódico nos afecta también a quienes, de una u otra forma, lo componemos, y es una manera mejor que otras muchas de renovación, de renacimiento, de vivir y revivir.
Yo creo de verdad en esto, en que se puede escribir una página, una columna, un suelto, con alguna gracia, con algún talento, y conseguir que alguien te lea, y aunque rara vez me he sentido realmente satisfecho con lo que escribo, siempre he tratado de dar lo que tenía, de que ni por cansancio ni por prisas ni por hastío lo que mando al periódico esté por debajo de lo que puedo ofrecer. Y me he dejado la vida en ello. Al fin y al cabo en algún lado hay que dejársela, y quizás, después de todo, siga mereciendo la pena, cueste lo que cueste, seguir haciéndolo al menos otros veinticinco años más.
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