Opinión | La plaza y el palacio

El voto europeo

El orgullo ya está amortizado. Ya no soy un español-contento-de-ser-europeo, sino un europeo que también es español, lo que no es una cuestión menor

Banderas de la UE en la sede de la Comisión Europea en Bruselas

Banderas de la UE en la sede de la Comisión Europea en Bruselas / L.O.

He tratado de recordar la primera vez que voté en unas elecciones europeas, pero no lo consigo. Estoy, sin embargo, seguro de dos cosas. La primera es que lo hice con alegría, como parte de la ilusión con la que participé, como casi todo el pueblo español, en la implicación de España en el proceso comunitario, en la construcción de una Europa de la que, demasiadas veces, nos habíamos autoexcluido o nos habían excluido nuestras élites políticas, militares e intelectuales. La segunda es que las consideraría unas elecciones ‘menores’. Votar para Bruselas-Estrasburgo era un símbolo, como izar una bandera, pero no consideré que fuera algo decisivo en mis prioridades políticas. Ese espíritu, incluso, lo mantuve cuando, hace también muchos años, fui en una candidatura al Parlamento Europeo. Esta vez no es así.

El orgullo ya está amortizado. Ya no soy un español-contento-de-ser-europeo, sino un europeo que también es español, lo que no es una cuestión menor. Si afectivamente no puedo, ni quiero, desprenderme de mi condición de español-valenciano-alicantino, y con todo eso me identifico políticamente, me siento especialmente europeo. En Europa es donde me juego mis principales señas de identidad política, las más operantes en lo cotidiano. Hace algún tiempo dicté en algunos programas de doctorado un tema sobre ‘la identidad europea’ y algo publiqué sobre eso. Me centraba mucho en las cuestiones culturales e históricas. Con especial atención a un problema abierto por entonces: ¿debería promoverse el ingreso de Turquía?, ¿era su condición de Estado de mayoría musulmana compatible con las tradiciones europeas? En este punto yo sostenía que sí porque la cultura política europea, precisamente, debería autodescubrirse en la aceptación ilustrada de la pluralidad. Hoy matizaría algunas cuestiones de ese discurso –aunque mantendría como hipótesis la utilidad de la adhesión turca-. La cuestión no la situaría abstractamente en la mejora institucional sino, con algunas voces de especialistas, en el reconocimiento de que lo esencial de la identidad europea es el Estado social, el compromiso comunitario y de sus partes con la protección de los más frágiles en un proceso de construcción activa de la igualdad. Eso es más importante que los matices culturales porque de ello depende una reinvención de aspectos culturales envejecidos, encallados en el hundimiento de la idea de progreso.

Por eso, ahora, es cuando las elecciones me preocupan especialmente. Parece un hecho tan cierto como inevitable que las ultraderechas obtendrán buenos resultados. Eso da miedo a muchos: hay razones para ello. Y, una vez establecido ese clima depresivo, no está claro qué puede hacerse. No tener miedo no es algo que pueda decidirse, no es un vibrante acto de voluntad. Anunciar que plantaremos cara y que las barricadas antifascistas nos atraen con un vigor fatal, es una afirmación más poética, esteticista y narcisista, que política y participa de la retórica de la confrontación estructural que tan bien le sienta a la extrema derecha, que prefiere establecer el campo de batalla en términos de hombría o valentía antes que en cualquier otro basado en la racionalidad. En lugar de todo ello prefiero pensar que merece la pena la movilización del electorado porque aún disponemos de un arsenal de valores, principios y experiencias que pueden articular futuros debates sobre cómo hacer que este posible encuentro de las derechas –también de las derechas conservadoras, tristes y pusilánimes- sea pasajero, de gravedad relativa. Por supuesto, para ello hay que ponerse enfrente del espejo y estar dispuestos a descubrir nuevas preguntas, superando la plácida calma chicha de muchas afirmaciones desgastadas. Y afianzar y pulir, afilar, principios irrenunciables.

Entre esos principios la defensa de los aspectos más positivos del Estado social son los más importantes, y tanto más cuando, en la práctica, a esa oposición al neoliberalismo más crudo y cruel, se ata la pervivencia de las formas democrática y un Estado de Derecho legible por la mayoría. La dialéctica Estados/UE es, o debería ser, secundaria –esa es la confrontación que prefiere la ultraderecha-; la esencial es la que se da entre la primacía de lo público y el embate de los ‘poderes salvajes’, que diría Ferrajoli. Digan lo que digan algunos, la miseria moral de ciertas propuestas machistas o xenófobas precisa para su realización de la debilidad de un Estado preocupado por la igualdad. Y, sin embargo, no basta con un ‘Estado servicial’, ese Estado al que Foucault podría denominar ‘Estado pastoral’. Las formas de la democracia social precisan de una renovación muy fuerte, para integrar en la deliberación las cuestiones medioambientales, las de seguridad y defensa y las políticas migratorias, superando el fraccionamiento de las propuestas y cambiando la deriva que nos indica que la izquierda sólo puede, ahora, conservar lo que se obtuvo; el pasado, al fin y al cabo. No es fácil. Pero, de nuevo, sólo en el marco europeo será posible ese impulso.

Cualquier voto a fuerzas progresistas será valioso. Yo voy a votar a Compromis-Sumar. No por sus propuestas concretas, sino porque me parece muy positivo que en el Parlamento Europeo haya un grupo de voces de izquierdas que no sean exactamente socialdemócratas. Y enfatizo ‘exactamente’ porque buena parte de las fuerzas de esa otra izquierda también son socialdemócratas, quizá a su pesar, quizá ignorándolo. Pero, por su tradición, están dispuestas a abrir nuevas ventanas, a arriesgar un poco más en los debates, sobre todo en sus compromisos con realidades nuevas como el cambio climático o la política de vivienda. Sea como fuere, en este mundo revuelto, lo que usted no debería consentir es que con su voto o su abstención, esta Europa acabe alineada con Putin, China, Netanyahu y, quizá, Trump. Nosotros somos nuestra principal esperanza. Esto es Europa.

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