Opinión | Tribuna

La buena sombra

«Para mí, La Opinión se convirtió en un refugio desde cuyos balcones impresos me ha permitido que vociferara contra aquello que considero injusto»

De esa sucesión de instantes albergados en la carpeta de mi memoria, uno de los que recupero con mayor felicidad, aunque no proyectase escena pecaminosa alguna, fue aquel en que un grupo de chicos jóvenes, guapos y deportistas, con trayectorias vitales muy diferentes, confluimos en aquella sala de reuniones del periódico a la espera de que nuestro director, Joaquín Marín, nos indicara las últimas instrucciones y nos hicieran fotos como incipientes articulistas que se sumaban a otros muchos que verterían su visión de la cosa pública en el tintero de La Opinión de Málaga. Allí fuimos convocados en comandita. Gaby Beneroso llegó tarde a causa de su tardurnia crónica, entonces, agravada por abuso leve de bares. Ya sentado, Camilo de Ory se envolvía en el silencio de su timidez. Desde aquel día ambos alcanzaron para mí una categoría superior a la de buenos amigos. Al resto ya los conocía. Rodrigo Rosado, Jesús Aguado, Juan Manuel Villalba y Francisco Fortuny, los siete que compusimos aquel núcleo inicial de una sección fija en las páginas de nuestro diario que, tras una tormenta de ideas durante la que Joaquín Marín nos mostró un par de veces su contrariedad por aquellos apelativos que se nos ocurrían, se llamó ‘La buena sombra’, un título generacional por la época en la que la mayoría de nosotros frecuentó aquel establecimiento de calle Sánchez Pastor que podría ser calificado, entre muchas comillas, como el primer (o uno de los primeros, desde luego) antro contra-cultural y alternativo de Málaga. Una vez resuelto ese cintillo que vincularía artículos tan dispares de escritores tan distintos, repartimos el día que tocaba a cada quien. Mi batallón de palabras fue el último en ser lanzado hacia la guerrilla urbana cuando nuestra cabecera y sus titulares descendieron sobre una Málaga acostumbrada al periódico único y a los sabios locales que desvelaban a sus lectores aquello que ya sabían pero deseaban oír una y otra vez, acerca de una ciudad aletargada, en aquellos años del paso de siglo y milenio, entre el runrún de que ya se hallaba sobre la pista de despegue, aunque tal concepto fuese ininteligible para cualquiera que paseara por aquellos céntricos callejones en perpetuo abandono institucional.

Por recomendación de Álvaro García habíamos llegado hasta el despacho de Joaquín Marín quien nos acogió en su nuevo proyecto con una gran generosidad, incluso por encima de sus fobias personales. A pesar de nuestra amistad, al menos literaria, entre nosotros apenas hablábamos sobre el concepto que cada quién tenía acerca de qué debía ser un artículo o una columna periodística o hacia dónde tendrían que encaminarse los renglones nuestros de cada jornada. Salíamos juntos. Durante aquellas noches apurábamos los fines de semana como celebración de ese horizonte que despuntaba con tan luminosas incertidumbres. Aquellas distintas voluntades de estilo literario se fundieron en un engranaje crítico como artefacto al servicio de la sociedad que vio cómo se construía esta trinchera privilegiada desde la que dispararíamos contra los gigantes. Para mí, La Opinión se convirtió en un refugio desde cuyos balcones impresos me ha permitido que vociferara contra aquello que considero injusto. Veinticinco años superan cualquier tango que se les encare. En aquellos primeros tiempos entregábamos los disquetes con el texto a Marina, la secretaria de dirección. La actividad de talleres y redacción iluminaba los inviernos de Plaza Uncibay. Llegó el despliegue de internet, junto con una era incógnita por la que surfearíamos hacia un destino incierto. Cada director condujo la nave según pudo y supo. Tomás Mayoral, Juan de Dios Mellado y ahora Montxo Mendaza que soporta el timón entre un oleaje de mar gruesa. Pero aquí estamos. Otras firmas, otros accesos a la información y a la demanda del juicio crítico sobre eso que pasa en la calle. No sé si la ciudad despegó. Veinticinco años de honestidad periodística merecen un largo brindis, desde luego. Dedico el mío a todos ustedes, mis hermanas y hermanos de este periódico. Muchas felicidades. Que me perdonen donde sea (o no, que me importa poco), somos los mejores y nuestros nombres quedarán en la pequeña historia de este orilla del Mediterráneo. A por los próximos veinticinco.

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