Opinión | Tribuna
Usar y tirar
Se llama Donato y es alquimista. No de cuentos ni leyendas, pero sí de esos magos pegados a la tierra. Trata con trastos que aguantan la espera. Resucita metales, reaviva aparatos. Todo tiene un alma más allá de su acera. La tostadora suspira. Con calma y tesón los vatios palpitan con sangre nueva. Curandero y cruzado de las causas perdidas. El tiempo es materia tras el umbral de su puerta; un taller de engranajes líricos; una antología de primera. La chapa verde del portón de la casa es la entrada al país de Minerva; un ambiente de libro sobre mantas de franela. Alicia y el sombrerero se pierden en su madriguera.
Secadores rotos, estufas sin cable o sillas con la pata partida y abierta. Sofás en carne viva; ‘ski’ de colchoneta. Todos los chismes de este mundo loco aguardan su turno en las estanterías del callejón, frente a las escuelas. Donato fue maestro. Impartía lecciones en un taller de mecánica noble. Fue en la avenida José López. Allí dejó horas de espalda reparando motores. Tocaba todas la marcas aunque nunca le entró un Porche. La labor le pasó factura un día de mañana sin avisar y de golpe. Riñones gastados que a punto estuvieron de cortarle el aliento, pero que le respetaron en el último momento merced a un genio del bisturí que le rescató de noche. Fue en un hospital de provincias, gloria rural para la medicina del último hombre. Al final, la salud se quebró pero no sus manos y, por tanto, su arte; que siguieron con pulso firme y buen talante. Ahora hacen y deshacen en un tablero gastado en el que no pierde un instante.
El barrio, el pueblo y la comarca entera le busca más allá del portón por el que asoma su porte. Su particular parnaso donde el corazón de los objetos retoma su Norte. Me asomo a verle de cuando en cuando, de año en año. Allí observo sus labores de ingeniería, arreglos con mayúscula que me recuerdan al sentido elevado de los artesanos y torneros cubanos; esa isla en la que cada instrumento, cada cable y cada faro iluminan de nuevo el camino; segundas oportunidades para todo aquello que puede seguir funcionando. Odia el sistema a los ‘Donatos’ de aquí y de allá, que no dejan en su afán de resucitar un aparato, de meter el desfibrilador en vena para que dure otro rato. La tele, la radio, el calefactor, el taladro. También el bombín de la puerta si encuentra manos certeras que sepan dar con el lugar por donde murió de pena. Los ‘Apple’, ‘Sony’s’ y ‘Braun’s’; los Volvo, Jaguar y Land Rover son ahora ‘Made in China’, y hasta las relaciones son de usar y tirar, que nadie está dispuesto a aguantar pasada la primera escena. No hay final bueno en estos tiempos de ‘tik toker’s’ con Ibai Llanos en silla de ruedas.
Chismes y más chismes comprados en el Centro Comercial de turno que serán arrojados a los vertederos de las afueras, esos de Camerún o Nigeria; da igual el lugar, porque siempre habrá sitios donde pueda atracar el barco con el container sucio que pudre el aire y quema la brisa fresca. Por no hablar de los trapos. Pantalones y camisetas de dos euros, salidos de los talleres de Indonesia donde trabajan y mueren mujeres, niños y hombres encadenados a máquinas de coser viejas.
Usar y tirar; pagar y pagar… Miles de tonterías se almacenan en los trasteros de los pisitos de extrarradio mientras el currante de turno cuenta las horas para terminar el jornal en la barra del bar de al lado. Al otro lado del portón, la rueda gira sin parar mientras los ‘Donatos’ se afanan por arreglar aquello de lo que nos deseamos librar para volver a comprar por el subidón de desprecintar el último envío que desde Taiwán nos llega. Islas de basura llenan los océanos con penínsulas como la nuestra. Pero Donato pasa página sin desfallecer ante esa condena. Es un cruzado, un héroe sin capa que da cuerda al mundo, ese mundo que corre y llora al otro lado de la puerta.
Miles de objetos reparados, sin publicidad ni gloria, sin que nadie le llame ‘Robin Hood’ ni adalid del ecosistema. En un eterno retorno, como las almas del Dharma, como la Penélope de Ulises que teje y desteje; pasa de los chip arrumbados, la obsolescencia rota, el tic tac sin fin de la tecnología de moda. Conserva el sentido común y es incapaz de arrumbar lo que ya a nadie le importa. Lo veo trabajar. Es un José Arcadio Buendía en un nuevo Macondo de esta Andalucía de ingenio que nunca se agota.
Activista militante, no se hace fotos ni forma parte de Greenpeace ni de ninguna otra ONG que pinta barcos mercantes. Es un tío normal, un hombre de pueblo. No le gusta la política y dialoga por las buenas. Sigue las procesiones porque sabe que el final, el de la muerte que llega, no puede limitarse a un fundido en negro y cortocircuito sobre las antenas. Le pregunté por Greta Thunberg pero su catamarán no figura entre sus preocupaciones mañaneras.
Gracias a su habilidad hoy escribo estas líneas sobre una mesa reforzada con maderas. Pequeña y carcomida, pero resucitada por su mano certera; un chisme menos en el fondo de la escombrera, un mueble con alma que se salvó de la quema; un paquete con libro y tornillos que gracias a él no saldrá de las estanterías de IKEA. Me río al pensarlo sin esconder que me encanta la justicia poética.
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