Opinión | Tribuna

Bach, el tiempo y la danza de las abejas

La eternidad se revela como un instante que se detiene: dura una eternidad, aunque a veces las cosas eternas sean más breves que las fugaces, como decían Les Luthiers

Johann Sebastian Bach

Johann Sebastian Bach / La Opinión

Bergson tiene razón cuando afirma que el tiempo de los filósofos existe, contraviniendo a Einstein. O mejor dicho: no existe. Porque hay experiencias que nos aproximan a la eternidad, que nos hacen gozar como niños del mundo de las Ideas de Platón: hacer el amor en todas sus variantes, el juego de la argumentación en la lógica y las matemáticas, la contemplación estética de lo bello y lo sublime en el mundo natural o en el arte, morirnos de risa o gozar de una acción solidaria en el marco de las virtudes cívicas.

Todo esto está en la obra de Johann Sebastian Bach y nos lo ha recordado la Compañía Aracaladanza, que ha desembarcado nuevamente en el Teatro Cánovas de Málaga los días 21 y 22 de diciembre de 2024 con un espectáculo coral y estupefaciente: «Va de Bach», dirigido con acierto por Enrique Cabrera e interpretado con solvencia y una sonrisa infinita por Carolina Arija, Jonatan de Luis, Jimena Trueba, Aleix Rodríguez y Lydia Martínez y música de Luis Miguel Cobo, en un entono escénico inspirado donde destacan la luz y el vestuario, a la vez modernos y barrocos. ¿Se detuvo el tiempo en un rincón de Málaga gracias a las buenas artes del arte? ¿por un festivo pasacalles plagado de globos que parpadean y cantan, mesas rodantes, puertas, globos que explotan en medio de la nada, a una mano gigante que se aproxima hasta rozar nuestra inteligencia sentiente, pequeños pianos, pelucas siderales, tubos metalizados que se agitan con la música, tazas en cascada o un enorme gorila triste y bien temperado?

Einstein

Hace más de cien años –en concreto, el 6 de abril de 1922- el padre de la teoría de la relatividad, Albert Einstein, proclamó a los cuatro vientos en un debate celebrado en el Collège de France de París con el filósofo más reputado del momento, Henri Bergson, que «el tiempo de los filósofos no existe». Previamente, Bergson había reprochado a Einstein –veinte años más joven- su desdén hacia los aspectos esenciales del tiempo, esas vivencias que nos hacen preferir unos momentos con respecto a otros, aunque no fueran matemáticamente útiles. De nuevo, había saltado la chispa del enfrentamiento histórico entre las ciencias y las humanidades, generando una confrontación irresoluble entre los protagonistas del debate. Einstein recibiría el Premio Nobel de Física unos meses después y Bergson el de Literatura, en 1927. La influencia de esta controversia fue tal, que hizo que la Academia Sueca otorgara el premio a Einstein por su descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico y no por su teoría de la relatividad, que había sido cuestionada filosóficamente por Bergson. Asimismo, fueron muchos los que certificaron la victoria de Einstein en el debate y saludaron un triunfo asentado en los cimientos firmes de la física y el ascenso de la autoridad de la ciencia sobre las especulaciones metafísicas de la filosofía y la vivencia subjetiva y emotiva del tiempo. Bergson y sus seguidores, por su parte, nunca reconocerían su derrota.

El debate está todavía abierto –no hay más que leer los últimos libros del filósofo malagueño Antonio Diéguez sobre la ciencia y la técnica [La ciencia en cuestión y Pensar la tecnología (2024)] para corroborar esta tesis -y ya sabemos que las Ideas platónicas y su bendita universalidad son solo bellas quimeras utópicas y bienintencionadas o, en el mejor de los casos, motivos para «pensar el Bien que falta» como suscribe el profesor de la UMA Alejandro Rojas Jiménez en La búsqueda de la Atlántida (2024). La justicia, la belleza, el amor, la paz, la verdad, la piedad son meras aspiraciones que responden a nuestra arraigada y kantiana tendencia hacia lo incondicionado. Yo se las recomiendo desde aquí, por si acaso.

Wittgenstein

Tras concluir en su Tractatus que lo único que se puede decir con sentido pertenece al ámbito de la ciencia, el austriaco Ludwig Wittgenstein nos anima a que conozcamos lo que hay desde la perspectiva de la eternidad, siguiendo los pasos de Spinoza o Schopenhauer, desde arriba y con un completo desinterés, rebasando las fronteras limitantes de la individualidad, liberados de la voluntad e identificándonos con una especie de sujeto trascendental. Así podremos sentir el mundo como una totalidad limitada y acceder al ámbito de «lo místico» y de lo que realmente nos importa: las manifestaciones del sexo y de la muerte.

Pero la filosofía del siglo XX nos ha enseñado también que el secreto de la vida está en intentar burlar el paso inexorable del tiempo, el tiempo que marcan los relojes, el tiempo de los físicos que no conoció Platón y al que apelaba Einstein con vehemencia, haciendo uso del instrumental de la geometría no euclidiana. En su libro Sexo y Filosofía. El significado del amor (2020), el filósofo español Carlos Fernández Liria aclara que la vida es una administración del tiempo y que al hacer el amor se produce una soberbia suspensión de lo temporal: «el amor es un paréntesis que interrumpe por completo el curso vital, abriendo ahí un espacio lleno de alegría y de una enigmática felicidad». Encima, no se deja manipular políticamente, salvo que tengamos una mentalidad maoísta. Por eso la eternidad se revela como un instante que se detiene: dura una eternidad, aunque a veces las cosas eternas sean más breves que las fugaces, como decían Les Luthiers: «El amor eterno dura aproximadamente tres meses». La del amor, así como la de experiencia estética –de objeto natural o artístico- que inoculó en el público la Compañía Aracaladanza, no se dejan relativizar por Cronos. Podríamos decir, al igual que los amantes que sucumben a la libre esclavitud del deseo en el clásico del cine japonés ‘El imperio de los sentidos’ (Nagisa Oshima, 1976), sometiéndose a la sumisión absoluta de sus sentidos: «quisiera que este instante fuera eterno».

A Julieta, nieta de la escritora cordobesa María Chups Gómez, autora de la ficción autobiográfica Yo, Salvador Rueda. Confesiones de un viejo poeta (2024), lo que más le gustó de la obra fueron las enormes pelucas barrocas convertidas en dispensadores compulsivos de papel blanco, muy blanco, que se enredaba en la danza y con la danza de bailarines enfundados en trajes combados y elegantes de terciopelo rojo. Al poeta malagueño Salvador Rueda le habría deslumbrado el acercamiento a la experiencia de la totalidad y la suspensión del tiempo de los físicos creada con la ficción de la danza. En la Coracha escribió: «Qué educación más extraña, con catorce años aún no habían visto mis ojos un alfabeto, cuando ya sabía leer de corrido en las hojas de los árboles, en el caño de la fuente y en el brillante punto de un crepúsculo». Y yo les digo que el secreto para una buena digestión cultural, al comenzar el invierno, es esa mezcla bien sazonada de imaginación y matemáticas que liban las abejas en la música de Bach, para procurarnos el alimento finito de la eternidad y animarnos a que abandonemos el teatro bailando. Platón tiene razón: hay que dejar la Polis en manos del gobierno de los enamorados.

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