Opinión | Tribuna

Lo del Sagrado Corazón y la vaca

La ocurrencia original no es, sino todo lo contrario, pues estamos hartos de ver cómo los provocadores y los necesitados de notoriedad pública inmediata acuden, faltos de inteligencia, a este burdo reclamo

Ante la polémica generada a costa de la estampita del Sagrado Corazón a la que se le ha incorporado la cabeza de la vaca del Grand Prix, no puedo más que partir de la siguiente premisa: si los que nos decimos cristianos tuviéramos que vivir ofendidos por las ocurrencias de aquellos que viven necesitados del multitudinario reclamo publicitario de lo irreverente, no daríamos abasto.

En este marco, salen por la tangente los que replican a los ofendidos argumentando que lo que verdaderamente debe doler a un cristiano son las muertes de los migrantes en el estrecho o las generadas por las mil y una guerras que asolan el planeta. Y evidentemente que sí, diga usted otra, faltaría más, pero que no, que ésa no es la cuestión: la ratio decidendi de esta trama particular radica en el análisis de lo que socialmente puede generar o no la manipulación mediática de la iconografía religiosa cristiana.

También acuden a la plaza los que verbalizan el deseo de una respuesta perversa que extrapolara los mismos hechos a otros linderos religiosos cuyos extremos pudieran resultar mucho más complejos en cuanto a reacciones y beligerancia: «Que se atreva a hacerlo con Mahoma», dicen. Pero es que ésa, repito de nuevo, tampoco es la cuestión, pues nadie en su sano juicio provocaría gratuitamente y de manera pública y notoria una ofensa al sentir religioso de un colectivo cuyas alas más radicales y extremas son notablemente capaces de provocar, a la recíproca, más de una pena. Un resultado extremo que nadie desea o nadie debería desear, ni a la ida ni a la vuelta.

Quedan por mencionar aquellos que, frente a la oferta de caldo, se presentan con tres tazas, generando, a la contra, memes, dimes y diretes en los que se busca responder a la ofensa con la ofensa, explicitando la comparativa que asemeja el parecido físico de la ocurrente con personajes a los que resulta más fácil saltar que rodear: una reacción que tampoco profundiza en el análisis de la cuestión y que puede resultar tan burda como la idea iniciática.

A mi juicio, hoy por hoy, cualquier español medio es capaz de entender que la iconografía religiosa cristiana forma parte del acervo interior del sentir religioso: una de las realidades más profundas, respetables y protegidas que puede desarrollar el ser humano y que, además, desde los balcones del derecho positivo, está amparada constitucionalmente. Vayamos, pues, con tiento.

Sin embargo, seamos claros: los hechos de la estampita no provocan coacción alguna a lo que la Ley Orgánica de Libertad Religiosa entiende como tal, ni tampoco son factibles de tipificarse en el marco de los delitos contra los sentimientos religiosos que preceptúa nuestro Código Penal.

Con todo, insisto: cualquier español adulto y sin limitaciones ponderables es perfectamente capaz de entender que el resultado de la manipulación directa de la iconografía cristiana en el marco de lo risible siempre va a estar cogido con alfileres, pues no sólo puede herir legítimamente los sentimientos del colectivo en cuestión, sino explotar en la cara, tanto más cuando la ocurrencia se ejecuta y publicita en los estrados de uno de los acontecimientos televisivos más visualizados del año: la retransmisión de las doce campanadas.

La ocurrencia, por lo demás, original no es, sino todo lo contrario, pues estamos hartos de ver cómo los provocadores y los necesitados de notoriedad pública inmediata acuden, faltos de inteligencia, a este burdo reclamo que, dicho sea de paso, está más visto que el sol: aburre.

No me quede yo sin decir que variaciones artísticas de la iconografía de lo religioso se han llevado a cabo con inteligencia, con arte e incluso con gracia en el marco de su correspondiente expresión o género literario, ya sea en el mundo del cómic, la literatura, la pintura o el cine: pero este suceso simplón, evidentemente, no es el caso.

Probablemente, quizá, la señora de la estampita no pretendiera ofender a nadie, pero estamos, ¡ay, alma mía!, en España, y bien debiera haber visto venir lo que, con razón o sin ella, le iba a caer a costa de esta gracieta sin gracia. Yo creo que, unos minutos antes de las doce, la tonadilla sonaba mejor en su cabeza.

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