Opinión | EL OCASO DE LOS DIOSES

2025, año triunfal de Franco

Hubo poca épica revolucionaria en la muerte de Franco y solo un partido, el comunista, que ejerció realmente la oposición

Margarita Robles, con el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, en el Salón del Trono del Palacio Real.

Margarita Robles, con el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, en el Salón del Trono del Palacio Real. / Alejandro Martínez Vélez EUROPA PRESS

Por si aún no lo he contado, aunque tengo para mí que sí, no suelo ser un apasionado del Concierto de Año Nuevo en el Musikverein de Viena, pese a que este año Ricardo Mutti, al que cada vez profeso mayor admiración, diera una lección de madurez y contenida propensión al alboroto hortera en que suele convertirse el Concierto cuando el público se empeña en codirigir la orquesta a base de palmas. En fin, desde que el grandísimo Carlos Kleiber firmara su sublime, sobria y genial dirección de 1989, no me interesa ver las endiosadas batutas -símbolo heteropatriarcal, diría el feminismo cañí- de tanto vanidoso director. Pero eso va en gustos, y, a mí, el exceso de almibarada glucosa que rezuman los valses de la familia Strauss suele abocarme a la ‘insulinodependencia’. En cualquier caso, ahora que hablaré de celebraciones fúnebres y recuperación de la memoria, no está de más reseñar que quien creó este Concierto en 1939 fue el ministro de propaganda nazi Josepf Goebbels. Tratándose de Austria y pese a sus orígenes (imagínense lo que habríamos hecho en España si lo hubiera creado Franco), el concierto se celebra todos los años sin que los austríacos se avergüencen. Por si les interesa, y de manera altruista dado que hablaremos de la muerte, sugiero que escuchen al otro Strauss, Richard (nada que ver con la saga), en su premonitorio, seminal, melancólico, bellísimo y poco interpretado poema sinfónico Tod und Verklärung (Muerte y Transfiguración) dirigido por Claudio Abbado.

Finalizando el año 2024 nos enteramos de que el entrañable cultivador de cacahuetes y expresidente USA, Jimmy Carter, fallecía en la cama, rodeado de los suyos, a la nada desdeñable edad de 100 años, algo que seguramente no logrará ninguna de ustedes dos, y quizá sea mejor así. Yo mismo mantengo dudas razonable de que llegue a tan provecta edad, y no será porque desprecio la dieta mediterránea, disciplina coquinaria que cumplo a rajatabla pese a las severas reprimendas de mis canónicos galenos, más preocupados porque no me aumente la calvicie intelectual que por el inmoderado consumo de agua del grifo de Alicante que bebo compulsivamente cuando las largas otoñadas, lánguidas como los ojos de una joven adolescente el día que se enteró de que leíste el Ulises de Joyce, se apoderan de mi nostálgica memoria recordando tiempos menos dipsómanos. ¡Agua va!, gritaban en el Madrid que quiso transformar Esquilache con escasa fortuna.

Hay cierta gente, entre la que destacan muchos presidentes yankis y los Papas de Roma (menos aquellos asesinados por pócimas venenosas, en el teatro, a tiros, o de infarto inducido), que tienden a la longevidad con demasiada frecuencia, incluso en vida. Véase a nuestro entrañable gnomo Joe Biden que, con 82 años y una memoria de bebé recién bañado en la misma tina del Hades donde Aquiles fue ungido a la inmortalidad asido por su talón homónimo, pretendía llevar colgado al cuello, como un juguete, el interruptor que pulsa el botón nuclear al igual que ciertos ancianos pulsan su cordón umbilical con la Cruz Roja cuando van al retrete para consumar sus reflexiones escatológicas (en su otra acepción, la de la vida de ultratumba). También Franco murió con 83 años, en la cama, rodeado de siniestros tubos de su «equipo médico habitual» (parecido al que rodeó a Sánchez Huido de la Dana cuando el Covid-19) y de su yerno, el doctor Martínez Bordiú, esa especie de Fernando Simón, avant la lettre, con bisturí.

Por tanto, hubo poca épica revolucionaria en la muerte de Franco y solo un partido, el comunista, que ejerció realmente la oposición. Los del PSOE interno y externo, o bien tomaban tortilla de patatas en el campo esperando a Godot o se reunían con los nietos para enseñarles el álbum de fotos de la II República mientras huían a Valencia dejando Madrid en manos de Santiago Carrillo. Mientras, los intelectuales que habían apoyado y aplaudido la llegada de la República (Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, entre otros y otras), ante la quema de conventos en 1931 y demás salvajadas consentidas por los dirigentes republicanos, apostataron de sus planteamientos al respecto al comprobar la deriva que tomaba la República y que tuvo su epítome más trágico tras el triunfo del Frente Popular, sin olvidar el golpe de Estado que contra la República dio el PSOE de Prieto y Caballero, junto a anarquistas y separatistas catalanes en 1934. O la frase que pronunció Borges sobre el ‘otro’ Machado: «No sabía que Manuel Machado tuviera un hermano». Y para quien no haya leído nada, o muy poco, o no lo ha entendido bien, todo ello ocurrió antes de la Guerra Civil, antes de Franco.

Ahora, 50 años después de la muerte de Franco en la cama sin otra oposición que el bisturí de su yerno, y como alargada sombra de febriles sueños propiciados virtualmente por el nasciturus espíritu del Huido de la Dana, nuestro luchador contra la dictadura, el autócrata Sánchez, pretende celebrar más de cien actos conmemorando eso: que Franco murió en la cama junto a su yerno. Y como nada de lo que hace este presidente por accidente es por accidente (aquí para ocultar el agobiante 2025 judicial que le espera a él, su familia, la Moncloa, el Gobierno, el PSOE y su fiscal general, entre otros y otras) la trampa inicial -habrá más- se la pone envidioso al Rey invitándolo al primer acto conmemorativo de la efeméride para que sepa el pueblo que Sánchez luchó (en el metaverso) contra Franco y no Felipe VI. No aclara el aprendiz de brujo si también lo invitará a conmemorar el bombardeo de Cabra -pueblo de Carmen Calvo- por parte de la aviación republicana contra la población civil. Quizá invite al Rey a homenajear a los valerosos héroes milicianos que en 1936 sacaron del hospital de Carabanchel al general López Ochoa, que se recuperaba de una operación, para asesinarlo, decapitarlo y clavar su cabeza a una pica para pasearla por las calles (los periódicos, censurados por el Frente Popular, nada dijeron). O si conmemorará el asesinato en la frontera con Francia, el 7 de febrero de 1939 con la guerra ya perdida, del coronel Rey d´Harcourt -que rindió Teruel al ejército republicano-, del obispo turolense y otros 42 prisioneros a manos de valerosos milicianos que huían al país vecino. ¿Paz, piedad y perdón? «Blood, blood, blood» (sangre, sangre, sangre), dijo Churchill al negarse a dar la mano al embajador en Londres del Frente Popular Pablo de Azcárate en 1936. Pero me extraña que a Sánchez le queden fechas libres; hace falta leer más y recordar, sobre todo, cual fue la voluntad de los españoles expresada mayoritariamente en la Transición. En fin, estas fúnebres celebraciones, obstinadas ellas, suelen anunciar el preludio orquestal por el réquiem político de quien las convoca. A más ver.

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