Opinión | Tribuna

Un mundo de gatillo fácil

Los agentes del caos intensifican las amenazas y el complejo militar industrial condiciona la política exterior, avivando guerras interminables, tan rentables para sus cuentas de resultados

El secretario de Estado de EEUU, Antony Blinken, y el primer ministro israelí, Binyamín Netanyahu, este martes durante su encuentro en Jerusalén.

El secretario de Estado de EEUU, Antony Blinken, y el primer ministro israelí, Binyamín Netanyahu, este martes durante su encuentro en Jerusalén. / EMBAJADA DE EEUU EN JERUSALÉN / EFE

En vísperas del inminente cambio de guardia en la Casa Blanca, tiempo de evaluar las respuestas dadas por la Administración saliente a la política exterior. Decía Pascal: «Todo lo malo viene de no saber estar a gusto en casa».

A la cabeza del cosmos desordenado, el acto de nepotismo –indultando a su hijo «et alii»– del hombre disminuido por la enfermedad oscurece amargamente su partida.

Error político de un jefe impaciente y temperamental, Joe Biden (Scranton-Pensilvania, 1942), que no debería eclipsar su legado ni el de sus inmediatos colaboradores: Antony Blinken (Nueva York, 1962), secretario de Estado, y Jake Sullivan (Burlington-Vermont, 1976), consejero de Seguridad Nacional, a los que atañó resolver problemas imposibles en un mundo de gatillo fácil.

La crítica, inclemente cuando son otros los que gestionan lo inalcanzable, insinúa una estrategia pusilánime al haber tratado de complacer a (casi) todos, sin contentar a (casi) nadie, sin el calibre suficiente para usar el poder de manera más decisiva.

La trinca (Biden-Blinken-Sullivan) reforzó las alianzas, en Europa (OTAN) y en Asia (Corea del Sur, Japón, Australia y Filipinas) lo que no ha hecho sino aumentar los compromisos globales de Estados Unidos hasta lo insostenible.

Entre tanto, los agentes del caos intensifican las amenazas y el complejo militar industrial condiciona la política exterior, avivando guerras interminables, tan rentables para sus cuentas de resultados.

El trayecto, que empezó con la humillación de la retirada de Afganistán, siguió con una respuesta ambigua y gradual a la agresión rusa en Ucrania y continúa con la destrucción literal de Gaza y el enigma de los rehenes sin resolver, ha resultado ser pedregoso y embochinchado.

Una caótica estampida

La decisión de desertar Afganistán no fue responsabilidad exclusiva de Biden, ya que fue Trump quien firmó un acuerdo con los talibanes, que no incluyó al gobierno local, supuestamente aliado y contemplaba la retirada en mayo de 2021.

Cabe pensar que el ejército afgano no se hubiera derrumbado tan raudo si hubiera creído que las fuerzas estadounidenses les respaldarían.

El Pentágono, renuente a la espantada, apostaba por una fuerza residual (2.500, en Kabul), como «póliza de seguro a plazo» contra el colapso del régimen. El Departamento de Estado se inclinaba por mantener una gran presencia en su nueva embajada, asegurada por una fuerza militar en el aeropuerto.

Nunca desaparecieron las tensiones entre Blinken –emisario global del presidente, al frente de un Departamento lento y burocrático en la generación de ideas– y Sullivan, el niño prodigio, «summa cum laude» en Yale, frío estratega que demostró una rara habilidad para la diplomacia back-channel (negociaciones a puerta cerrada, que ofrecen protección temporal frente a los saboteadores del acuerdo y el escrutinio público).

A la situación creada en Afganistán aplicó una regla: «Lo que realmente te hace inteligente es, si puedes, simplificar las cosas, llegando a la esencia». Y lo hizo con un sencillo enunciado: «La elección era: irse y no sería fácil, o quedarse para siempre...».

El resultado del fiasco es bien conocido. Llovieron las críticas mientras ya estaban llamando a la puerta dos guerras calientes (Ucrania y Oriente Medio) y una potencial confrontación nuclear.

De la diplomacia astuta al miedo nuclear

Las esperanzas de gestionar la relación con Rusia se habían extinguido en el otoño de 2021, cuando la inteligencia USA consiguió sólidas pruebas de la intención del Kremlin: invadir Ucrania, desembarcando tropas de élite en el aeropuerto de Hostomel y avanzando hacia la capital, Kiev.

Jake Sullivan decidió reunir a los aliados para dar un paso sin precedentes: desclasificar información sensible sobre los preparativos rusos y compartirla con los aliados. Su utilización en los primeros días de la invasión como instrumento de poder, le habría dado a Ucrania una ventaja táctica decisiva.

Pero a ambos se les hizo de noche y a medida que las líneas rusas colapsaban, Moscú preparaba el eventual uso de armas nucleares tácticas para salvar a sus fuerzas. El miedo, como justificación para retrasar la ayuda a Ucrania.

Quienes acusaron a la terna de dejarse intimidar con el ruido de sables, se toparon con una estrategia paradójica: seguir suministrando armas a Ucrania y evitar una guerra nuclear. Pero las críticas no pararon ahí y ahondaron en la falta de argumentos sólidos con la que se manejaba la invasión rusa: «una crisis que había que gestionar, no una guerra que había que ganar...».

Una diplomacia astuta contribuyó a desactivar la crisis. Esta vez, con un intercambio febril del ministro de Defensa y el jefe de la CIA con sus homólogos rusos, y admoniciones secretas de la Casa Blanca al presidente chino, que advirtió a Putin contra el uso de armas nucleares en Ucrania.

No hay que minimizar que un apoyo poco entusiasta obligó a Ucrania a luchar con las manos atadas y pagando la factura de la carnicería, ni cabe descartar que, con el soporte adecuado, probablemente la guerra habría terminado antes y se habrían salvado vidas.

Cuando asoma la tristeza mediocre del sentido común, sigue latiendo la gran cuestión ¿Trump entregará Ucrania a Putin en bandeja, a pesar de las sólidas pruebas de que Rusia se ha debilitado considerablemente al invadir a su vecino?

La guerra que no pudieron parar

La manera efectiva de detener la guerra –evitando la destrucción total de la Franja y rescatando a los rehenes– podría haber sido: primero, amenazar; después, ralentizar y, por último, parar las transferencias de armas.

El equipo de Biden, que había aprendido lo que era la mentira –con perplejidad, miedo y cierta admiración– apostó por Israel, a pesar de las protestas dentro y fuera del país y del importante coste político para los demócratas en las elecciones de 2024.

La trinca, queriendo «ralentizar tiempo y espacio», exigió que Israel proporcionara más ayuda humanitaria. Demasiadas deferencias, recibidas con «sprezzatura» –aparente desatención– cuando el empeño estaba puesto en ganar la partida a Irán y a sus apoderados: en Gaza, luego en Líbano y Siria.

Israel tiene derecho a defenderse pero, cuando la guerra termine, también debe rendir cuentas por el resultado (45.000 palestinos, en su mayoría mujeres y niños) de su operación militar en Gaza para la población civil.

A la nueva tripulación no le bastará con ser verosímiles. Tienen que demostrarlo, cuando les toque gestionar un Oriente Próximo reconfigurado e intentar detener el programa nuclear iraní, mediante la diplomacia coercitiva o la fuerza militar.

Teniendo a Elon Musk tan cerca, caben cuatro posibilidades: inutilizar el satélite en la plataforma de lanzamiento; derribarlo mientras asciende; destruirlo en órbita; o amenazar con represalias decisivas si alguna vez se utiliza.

Con conmiseración y sin perder la compostura.

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