Opinión | Tribuna

Que no amanezca todavía

Que siga siendo Navidad un poco más. Que no amanezca todavía, que no amanezca, por favor.

Que siga siendo Navidad un poco más. Que no amanezca todavía, que no amanezca, por favor. / l.o.

Conozco Málaga desde todos los ángulos posibles, a pesar de que no me gusta salir. Al menos, no de la manera en la que la gente de mi generación piensa cuando dice la palabra ‘salir’. Aprendí los nombres de las calles de mi ciudad viendo procesiones por las que pasaban, y por donde no, imaginándome cómo serían por allí. Me conozco sus olores en todas las estaciones y la he observado desde los cristales de los autobuses, de los taxis y desde las ventanas de los cinco pisos en los que he vivido. La he recorrido en bicicleta propia, de alquiler, en patines y corriendo alguna media maratón y muchas carreras del Corte Inglés. He sentido mi ciudad desde la euforia de un amor correspondido, la tristeza de una pérdida, o la rabia de un suspenso. He mirado su cielo desde el mar, la montaña o las ventanas de aquellas clases de la Universidad de las que recuerdo muy buenos momentos aunque nos costara entender de qué nos estaban hablando. He escuchado su latir, el sonido del mar, el del afilador, el del mercado de Atarazanas al bullir y el de las colas del Warner, el Sin Perdón o el Andén. La mayoría de las veces la he recorrido caminando, casi siempre sólo y muy temprano, escuchando el silencio de sus calles mientras pisaba los charcos que dejaba el de Limasa. Pero nunca la había visto de madrugada un día de Reyes. El pasado 6 de enero me despertó una suave lluvia antes de las 7 de la mañana, y salté rápido de la cama para lo de siempre, quitar la ropa tendida; todo en vano porque ya estaba empapada. Entonces me calcé las zapatillas y salí a caminar, sin paraguas, como me gusta hacer cuando llueve, a veces. Bajé por Lagunillas, que llena de charcos, vacía y con los negocios cerrados, parece la de siempre; con la diferencia de que esos negocios ya no abrirán más porque no existen. La calle Victoria parece ensancharse de madrugada, cuando no circulan por ella los autobuses, y al ver resurgir ciertos negocios, como esa tienda de ropa antigua, que expone en su escaparate cintas de vídeo VHS. A su lado, un cartel enorme sobresale del muro de bloques de hormigón anunciando ‘Laggom Living’, una promoción que por su nombre nos recuerda a las Lagunillas de toda la vida. En los soportales de la zona baja de la calle, dos personas duermen en el suelo bajo un enorme cartel que dice «precios anticrisis» y otro que te anima a jugar a un ‘escape room’, el que tenga ojos para ver, que vea. La plaza de la Merced encharcada parece el escenario de uno de los Juegos del Calamar, donde dos empleados de Limasa caracterizados de soldados rosa con fusiles parecen acercarse a Picasso, lleno de pegatinas, dispuestos a sacrificarlo por haberse quedado en su banco, pacífico, en vez de ejercer algún tipo de violencia contra sus agresores. Era fútbol, y de eso se trataba. Permanece ahí, impasible, como un juguete roto; su tiempo ya pasó. Bajas por la calle Granada y llegas a la plaza de la Constitución con la sensación de estar en un teatro, donde se acaba la función y toca cambiar el decorado. Ya no hay rastro de la Navidad, sólo quedan los restos de un escenario donde días atrás luchaban las cuerdas de la joven orquesta Promúsica contra los altavoces de calle Larios y donde cientos de individuos móviles en ristre grababan luces mirando de reojo a un grupo de padres orgullosos, conocedores de la importancia de lo que estaba ocurriendo en aquel escenario. Bajando calle Larios un grupo de turistas gira hacia Marín García arrastrando sus maletas mientras cuentan billetes que acabarán de haber sacado de un ATM. En las paredes de ‘Lo Güeno’, un mural nos muestra a Chiquito brindando con ‘El Pulga’, los guiris no saben quiénes son, pero se irán y recordarán al Capitán Candy, el de la tienda de chucherías. Un poco más adelante un puñetazo de nostalgia me golpeó la boca del estómago y, durante unos segundos, me sentí tremendamente desubicado. El toldo desgastado del sol y la lluvia y los grafitis dan muestra del olvido. Ya nadie se acuerda de Juguetes Carrión; pero ahí sigue, cerrado, vacío, como protegiendo un espacio que fue sagrado para tantos. Camino del parque paso por el Málaga Palacio, donde hay muchos adornos pero no veo nada de Navidad: tan sólo globos de colores y muñequitos de plomo, que el negocio es el negocio. En un par de meses se engalanará como mandan los cánones, de Semana Santa, el negocio es el negocio. Los puestecillos del parque cerrados me hacen pensar en qué harán las figuritas de barro para los nacimientos que hay dentro, porque están vivas, es lo único que está vivo de todo esto. Algunos dueños han protegido su puesto con un plástico para la lluvia, además del cerramiento. Quiero pensar que son justo los de los Nacimientos, que no quieren que se derrita el barro. Termina el paseo en la orilla de la Malagueta, amaneciendo. Un grafiti en una caseta de playa muestra a una chica tapándose parte de la cara, protegiéndose del sol. Tampoco quiere que salga, como yo. Que siga siendo Navidad un poco más. Que no amanezca todavía, que no amanezca, por favor.

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