Opinión | Viento fresco
Me voy de crucero
A veces uno sueña con subir a un crucero y llevar esa vida regalada, temporalmente: del café al mojito, del mojito a la piscina, de ahí a una excursión y luego, cena de gala
Soy un hombre amarrado a puerto. Nunca he ido de cruceros. Pero siempre he hecho difusos planes para embarcar en uno. Me atrae el Caribe pero eso no tiene mérito porque el Caribe parece atraer a todo el mundo. Me atrae el viejo Mediterráneo y me atraen los fiordos como a otros les atraen los helados de vainilla o los crucigramas. Todo el mundo los sitúa en Escandinavia pero fiordos hay también en Montenegro, cerca de Kotor, por ejemplo, bellísimo pueblo medieval cuyas casas casi se derraman en la mar. Cuando llega un crucero parece que anclara en la calle mayor. Desde las ventanas, los cruceristas ven todo el pueblo.
Cruceros: uno imagina esa vida regalada, del bufé con bacon al mojito, del mojito a la piscina. De la piscina a un garbeo por cubierta y luego la cena. Bajar a primera hora a una ciudad desconocida, deambular. Volver al barco. Hay que procurarse de cuando en cuando una vida de crucerista: vagar por la ciudad propia con mirada de turista; ir comiendo un helado por la calle, mirar el mar, tomar fotos a los monumentos y luego cenar en casa pero en plan bufé. Libre.
Veo ahora desde el balcón a uno de esos cruceros, ballenato que descansa en un dique vomitando personitas que desde la distancia parecen hormigas camino de un centro donde hay hormigueo, cervezas caras, paellas recalentadas, tiendas de ropa y algún nativo suelto que va al médico, al notario o a un deambuleo feliz. No sé qué hará el capitán. Tal vez esté regateándole horas libres a un camarero filipino o planeando bajar a la ciudad o revisando si los suministros encargados son los adecuados. O tal vez ese capitán haya estado decenas de veces en mi ciudad pero sin pisarla nunca.
La vida de capitán de cruceros está idealizada pero a lo mejor es él el que idealiza nuestra vida, siempre en secano, cada día en la misma ciudad, caminando en tierra firme y sin tener que desmentir a cada momento que tenga una novia en cada puerto. ¿Para un lobo de mar, qué tipo de pez serán las ovejas?
Esta tarde, el buque que veo desde mi balcón emitirá un quejido, un silbido de largato para anunciar que se hace de nuevo a la mar. Tal vez un inglés con ciática que ha merendado churros por primera vez en su vida se quede en tierra. Sería interesante saber cuántos lenguados a la parrilla sirven esta noche en algunos de los seis o siete restaurantes que haya a bordo, donde tal vez un pasajero insatisfecho devuelva un solomillo alegando que está frío. Mientras, nuestra imaginación va levando anclas.
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