Opinión | Ciudades abandonadas
Peñarrubia, un paisaje bajo el agua
Continuamos un periplo por rincones olvidados del mundo con un municipio malagueño que fue «hundido» en el fondo de un lago

Peñarrubia, un paisaje bajo el agua / ILUSTRACIÓN DE JAVIER RICO
Bajo el agua solo los peces se mueven con rapidez. Cuando el lago cubre a una ciudad, no solo sumerge las piedras, sino también la vida de sus habitantes. Toda la ciudad se hace líquida y pasa a formar parte de otra dimensión donde el tiempo y los movimientos se ralentizan. La villa continúa su corriente constante, dilatada sobre el fondo del lago, dejando que el silencio sustituya a la risa, a las palmas y al cante. Transitar por sus calles anegadas es un ejercicio solo para buceadores que saben encontrar el refugio del recuerdo y sacarlo a la superficie.
Me encuentro con uno de ellos en una cafetería de Santa Rosalía, donde sirven menta poleo en vaso de caña sobre mesas de chapa, mientras tres o cuatro clientes contemplan con apatía la retransmisión de un partido de segunda. Juan Mora me lleva de la mano al antiguo paisaje de su pueblo al pie de la Sierra de Huma. Juanito es delgado como un tritón, cubierta su cabeza por una gorra de visera gris a cuadros que descansa sobre unas gafas oscuras. Se ayuda con un par de muletas para caminar fuera del agua, pero una vez dentro, se desliza escurridizo con su voz bruñida y una memoria branquial por la que respira.

Peñarrubia, un paisaje bajo el agua / ILUSTRACIÓN DE JAVIER RICO
Por la carretera de Campillos, me adentro a las dos plazas y nueve calles de Peñarrubia. Llego hasta la Plaza de España donde se encuentra el kiosko de Pedro, junto a la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario. Aún se oyen los ecos de los peones que acudían en la temprana madrugada para buscar el jornal trabajando en los campos de trigo y cebada o recolectando aceitunas para prensar en el molino del aceite. Mientras, las mujeres les esperaban con el desayuno sobre la mesa para que marcharan fuertes a la batalla del sol. En el mercado de abastos ya se oían los primeros pregones: ¡Boquerones recién sacados de la bahía! ¡Qué frescos los chanquetes! ¡Limones y naranjas de la huerta! Isabel la de la carne abría su comercio y también Manuel el azuleño, que esculpía con sus manos el esparto y la palma. Al otro lado de la calle, el Rosco descorría la verja de chapa para corregir el ritmo del tiempo en los relojes.
Todos sabían que aquel paisaje estaba destinado a ser arrasado por el agua de un embalse, pero era tan antigua la historia que había cruzado la frontera de la leyenda. De sobra era conocido que los pueblos de alrededor sufrían falta de abastecimiento y aquel valle, bañado por el Guadalteba, era el idóneo para almacenar el agua. Peñarrubia asumió el sacrificio.
El 15 de enero de 1965 se firmó el proyecto y en abril del 66 comenzaron las obras. Los vecinos fueron informados de que aquel lugar donde habían nacido, donde habían saltado a la comba, donde se habían besado frente al altar, donde habían parido a sus hijos y donde los habían enterrado, se iba a hundir en el fondo de un lago. Desaparecerían la tierra que habían trabajado y los pastos de sus rebaños. Los paseos vespertinos por la calle del Real o la calle Rosario con ropa limpia y olor a jabón, las tardes de televisión en el bar de Cristóbal el de Pozo y las noches de cante improvisado en el Bar de Pepe ya no se celebrarían. Tampoco se volvería a consagrar el pan y el vino en la misa dominical, ni tampoco el Cine Rodero desplegaría sus sillas para proyectar al indomable Paul Newman. Todo ese paisaje quedaría sumergido para siempre en la serena oscuridad de un embalse.

Restos del municipio de Peñarrubia que salen a la luz por la sequía en el pantano de Guadalteba. / José Manuel Ruiz Gutiérrez
Las familias comenzaron a ser diseminadas por algunos pueblos de Málaga y del norte de España. Cien mil pesetas para los hombres de 18 a 70 años, sesenta mil para las mujeres de 18 a 70 años y treinta mil para todo aquel que no encajara en el intervalo. Olvidaron cuantificar la rabia y la nostalgia. La mayoría de las personas mayores, tras los primeros meses de exilio, desposeídos de su historia y sus raíces, se ahogaron con su pueblo a decenas de kilómetros de distancia. Juanito regresaba los fines de semana para trazar sus calles bajo el agua. Algunos fantasmas burbujeaban bajo la superficie.
Peñarrubia sigue habitada por criaturas anfibias que aún reclaman sus referencias acuclilladas a la orilla de un embalse, esperando a que la sequía, les devuelva al menos el plano de su infancia.
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