Opinión | Tribuna
Jornada de puertas abiertas
La risa y lo cómico habitan el mundo de la razón, ajeno a la tiranía de las emociones. Tanto, que no hay siquiera una conexión necesaria entre humor y alegría

¿Qué es lo que abre el humor? ¿Qué es lo que cierra? / l.o.
El 29 de diciembre de 2024, las puertas del Teatro Cánovas de Málaga se abrieron, como la tarde anterior, para dar cobijo a la sólida Compañía ‘Leandre Clown’ y a su espectáculo inspirador, ‘N’importe quoi’, una feliz cópula de humor y poesía que hunde sus raíces en el mejor cine mudo y hasta en el teatro del absurdo. Los cinco payasos –Leandre Ribera, Pere Hosta, Laura Miralbés, Andreu Sans y Cristina Solé- abrieron al público diez puertas de ficción y cerraron otras muchas gracias al conjuro de lo cómico y a exprimir la tontería como nonius paródico, como herramienta vital de precisión.
Un payaso arrastra un dintel, como si fuera la roca de Sísifo o la pesada maleta marrón de un emigrante español de los años 60, desde el patio de butacas a un escenario enigmático que tiene trazas de espejito mágico y de libidinoso ojo de la cerradura. Llueven llaves en plena calle. Cinco payasos llaman al timbre y acaban enredados en un lúdico sofá al que parecen sobrar brazos y piernas. ¿Qué es lo que abre el humor? ¿Qué es lo que cierra? Pero, antes de nada, ¿en realidad hay una puerta ante nosotros? ¿por qué se ríe la gente cuando se mueven los payasos, cuando tropiezan, se asombran o nos miran fijamente, e incluso cuando lloran?
Octavio Paz
Para el escritor mexicano Octavio Paz, custodio de humor y poesía, quien une risa y penitencia a través de los rituales de Mesoamérica en un escrito de 1962, la naturaleza «ríe para germinar y para que germine la mañana. Reír es una manera de nacer (la otra, la nuestra, es llorar). Si yo pudiera reír como ella, sin saber por qué… Hoy, un día como los otros, bajo el mismo sol de todos los días, estoy vivo y río». Además, la risa humana no es una caída provocada porque tengamos una especie de agujero en el alma, tampoco debemos olvidar que podemos reírnos de nosotros mismos. La risa y lo cómico habitan el mundo de la razón, ajeno a la tiranía de las emociones. Tanto, que no hay siquiera una conexión necesaria entre humor y alegría. Hay humor amargo, como sucede en muchas escenas de Chaplin.
Pero, ¿por qué se ríen sin pudor las dos jóvenes que están sentadas delante de mí? ¿por qué lo hacen también los payasos experimentados de una compañía andaluza que se sientan a mi lado? En este último caso, es probable que les impulse una suerte de complicidad en el gremio. ¿Por qué me sentí tan triste, poco antes de adquirir la mayoría de edad, al comprobar que ya no me hacían gracia las historietas de Mortadelo y Filemón del genial Ibáñez? Lo cierto es que, en aquellos tiempos lejanos, la sonrisa se había borrado momentáneamente de mi rostro (tal vez por la manía de pensar y repensar un mundo teñido de incertidumbre). El teatro y la filosofía me la devolvieron en cómodos plazos.
Agnes Heller
La cosa es sencilla: hay que familiarizarse con el lenguaje del espectáculo, con los símbolos del arte, jugando a pensar con el arte, como proclama la filósofa Angélica Sátiro en su defensa apasionada de «la filosofía lúdica y del desarrollo del pensamiento creativo». Y, siguiendo a la pensadora húngara Agnes Heller, conviene tener muy presente que hay un parecido de familia entre géneros y manifestaciones cómicos como la parodia, la ironía, el humor, la sátira, los chistes, las caricaturas o las bromas pesadas, porque se refieren a «uno de los principales elementos constitutivos de la propia condición humana».
Les propongo un juego. Vamos a reducir las diez puertas de ‘N’importe quoi’ a cuatro, o añadir un nuevo cofre de metacrilato a los tres que cita Shakespeare en ‘El mercader de Venecia’ –oro, plata y plomo- para conseguir el amor de Porcia. Esto es lo que hizo el prestigioso historiador y economista italiano Carlo M. Cipolla, riéndose de las propias herramientas académicas del científico social. Fue capaz de alumbrar, incluso de esta guisa, una peculiar teoría axiomática sobre la estupidez en un escrito publicado en 1968 (’Las leyes fundamentales de la estupidez humana’, Barcelona, Planeta, 2013). Cipolla clasifica los comportamientos humanos según el criterio económico de costes y beneficios de las acciones y el axioma de que «la mayor parte de las personas no actúa de modo coherente». Surgen así cuatro arquetipos. El malvado, que obtiene beneficio a costa de perjudicar a los demás. El inteligente, que se beneficia y beneficia a los demás en sus acciones. El incauto, que intenta beneficiarse de la situación y, al fracasar en el empeño, acaba beneficiando a los demás. Y el idiota, que perjudica a los demás sin sacar provecho o incluso perjudicándose a sí mismo (tercera ley o ley de oro de la estupidez). Entre los teoremas de Cipolla cabe citar: subestimamos el elevado número de individuos estúpidos; siempre hay un porcentaje de estúpidos en todo tiempo y lugar –con independencia de su condición social y educación-; «las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas».
Club de los inteligentes
Como tanto ustedes como yo pertenecemos, sin duda, al reservado club de los inteligentes (la prueba es que están leyendo este escrito y que han sido capaces de llegar hasta aquí sin torcer demasiado la boca), estarán de acuerdo conmigo en que a los malvados se les ve venir y que podemos reconstruir de algún modo, su ‘hoja de ruta’. Tienen una lógica, se nos antojan coherentes. Los superhéroes de Marvel, como los inteligentes, saben quiénes son los malos con una lucidez que nos sobrecoge. También parecen tener esta clarividencia los líderes religiosos, los políticos de cualquier signo, los moralistas hipermodernos y los feudales ‘Señores del Aire’ que dominaban el ciberespacio sin hacer demasiado ruido, hasta que llegó Elon Musk.
¿Qué hacemos con los locos? ¿Dónde está aquí esa lógica de la que pretendemos nutrirnos los inteligentes? Y qué es preferible, ¿la estupidez o la locura? En una entrevista publicada en La Razón el 28 de julio de 2023, mi antiguo profesor y, sin embargo, amigo, el filósofo vasco Javier Sádaba, afirma que «es mejor volverse loco que ser un idiota», y apuesta por el cultivo de las facultades argumentativas desde la más tierna infancia, así como de los sentimientos morales («me interesaba que en este momento de inmenso ruido, en el que no se puede ni oír música, ni entender las letras de las canciones o en el que los significados están torcidos, es importante que sepamos argumentar» (…) «desde el punto de vista tecnológico estamos en el siglo XXIV, pero los sentimientos morales son de Atapuerca»). Me alegra coincidir con él en su diagnóstico, aunque dudo de su eficacia, a la vista del paisaje presente que se abre ante nuestros ojos, sea que lo divisemos al abrir la puerta, sea que miremos a través de la cerradura.
Para los griegos clásicos, el idiota era el que se desentendía de los asuntos públicos y de la política, viviendo solo para sus intereses privados. El idiota hipermoderno del que hablan los italianos Umberto Eco y Maurizio Ferraris o el filósofo cordobés José Carlos Ruiz, por ejemplo, no cree necesario contrastar las informaciones, abducido por la pereza y la soberbia (más que por la cobardía, como era preceptivo en otros tiempos). Asistimos, en definitiva, a la invasión de los imbéciles y en las redes sociales los idiotas han encontrado una legión de semejantes anclados en la autocomplacencia más dulce. Pero recuerde el lector que nosotros somos inteligentes y, a veces, hacemos también uso de las redes sociales.
Fernando Broncano
Uno de los pensadores españoles más sensatos que conozco es Fernando Broncano. Con unas pocas pinceladas ha retratado en el ciberespacio los riesgos de las propuestas-payasadas de Donald Trump y sus cortesanos, en general, de abrazar «lo irracional» como estrategia en cuestiones relativas a la Polis. El mundo tiene una complejidad que no se deja reducir al espectáculo de la política y el escenario de las redes. Y su conocimiento exige saber dónde están los límites del conocimiento humano. Por otra parte, la mente humana ha evolucionado diseñando estrategias racionales para limitar la incertidumbre a través de una lógica ecológica, abductiva, pero sin soberbia epistémica. Por eso, dice: «en teoría de juegos, la estrategia de mostrarse irracional funciona en ocasiones especiales. Hacer de ella una estrategia usual solo crea caos. «Ivan el loco» solo puede hacerse una vez, luego te tomarán por loco». Y concluye: «Al mando del mundo están tontos racionales: Iván el loco y cohorte de tecnofanáticos. A veces del caos surge el orden, pero esta vez del orden nos están sumergiendo en el caos».
Como bien sabían el discípulo de Hegel, J.E Erdmann, el genial Jean Paul Richter, o el escritor austríaco Robert Musil, la estupidez es una clara manifestación de ignorancia e inmadurez que provoca fascinación. Es divertida y hasta melancólica, y nos hace recordar nuestros defectos, heredados del pasado infantil. Pero es algo que amenaza al pensamiento desde sus entrañas provocando nuestro enfado. Nos irrita, nos impacienta, nos anima a la crueldad, en menos que canta un gallo. Gracias a la lucidez que nos proporciona la risa y la rehabilitación del cuerpo, podemos curarnos de algunos afectos negativos sin provocarlos –a diferencia de la tragedia-, no así de los idiotas. Pero la respuesta que suscita la comedia tiene la ventaja de que está desprovista de emoción, está «mediada por la reflexión, por la comprensión y por el trabajo del intelecto» dice Agnes Heller. Cuando reímos, no expresamos odio ni simpatía, hacemos un juicio. Esto es lo que entendía Kant por pensar.
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