Opinión | Tribuna
El cáncer no es una guerra

los enfermos necesitan apoyo, empatía, solidaridad, sensibilidad, atención. / La Opinión
Hace unos días, el fisioterapeuta que suele tratarme me contó, durante una sesión, que tiempo atrás una chica con la que había tenido un par de citas le dejó por su manejo del lenguaje, su desenvoltura y corrección en el uso de las palabras. «Es que hablas muy bien», le dijo textualmente, convirtiendo una evidente virtud en incomprensible defecto. Así lo recordó él, entre risas un tanto agrias, con ese deje irónico que siempre acompaña a las confesiones amargas. Yo, con la cabeza metida en el hueco de la camilla, tan anatómico como incómodo, lo escuché y, luego, le acompañé como pude en la supuesta hilaridad, tratando de ser cómplice, incluso en esa posición.
Miedo a sufrir
La anécdota venía a cuento, no fue casual. Estábamos charlando de mi obsesión por el cuidado de la lengua y de cómo, cada vez más, estamos renunciando a ella, en su versión hablada y escrita, en favor de emoticonos que nos sirven de parapetos para expresar lo que no nos atrevemos a decir de otro modo por miedo a sufrir. Nadie mejor que Dickens, en ‘Historia de dos ciudades’, para explicar la atemporalidad de la esencia que nos define como seres humanos, nuestra fragilidad: «Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos; íbamos directamente al cielo y nos extraviábamos en el camino opuesto».
Unas horas después de aquel encuentro, seguido de mi dickensiana reflexión, se hizo la noche y amaneció el Día Mundial contra el Cáncer. Es larga, no como paciente pero sí en el papel de cuidadora, mi relación con esta enfermedad que en 2025 será diagnosticada a 296.103 personas en España, según la Sociedad Española de Oncología Médica. No recuerdo la primera vez que escuché esa palabra maldita, cáncer, pero sí conservo en mi memoria las sensaciones que me produjo, el miedo, la angustia, el pesar, la inquietud que sentí cuando mi madre nos dijo, a mi hermana y a mí, hace 30 años, que lo padecía.
Enfermedad
A partir de entonces, ese término pasó a ser para mí sinónimo de muerte, la de mi madre, la de otros familiares cercanos, hasta que mi padre me llamó, 13 años atrás, para contarme que le habían detectado un tumor maligno (no pronunció la palabra cáncer) en el colon. Al escucharle, traté de desvincular la fatalidad de esa enfermedad, confiando en que, en el tiempo transcurrido desde que mi madre la padeció, los tratamientos hubieran mejorado, sus efectos secundarios no fueran tan devastadores, la cura o la cronicidad fueran posibles.
Durante más de una década, a lo largo de la cual se sometió a varias operaciones, recibió quimioterapia, radioterapia, inmunoterapia y hasta acudió a sesiones de reiki, mi padre sufrió cáncer. Fue un enfermo, no un guerrero. Porque el cáncer es una enfermedad, no una guerra; quienes la sufren no pelean ni luchan ni libran una batalla, y no vencen o son derrotados.
Si algo he aprendido en esta prolongada y dolorosa convivencia con el cáncer es que los enfermos necesitan apoyo, empatía, solidaridad, sensibilidad, atención, cuidados e inversión en investigación. Nada más. Nada menos. Limitémonos a usar el lenguaje bélico para hablar de las 56 guerras activas hoy en el mundo.
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