Opinión | El ruido y la furia

Cuentos de amor

Quizás algún día acabaremos sabiendo que Shakespeare y Cervantes fueron la misma persona

Han conseguido que todo el mundo se vuelve loco comprando a precio de diamante rosas rojas.

Han conseguido que todo el mundo se vuelve loco comprando a precio de diamante rosas rojas. / álex Zea

San Valentín, ese mártir del siglo III (en tiempos del emperador Claudio II el Gótico) que murió degollado y al que enterraron, dice la hagiografía, en un cementerio de la vía Flaminia, que era la que discurría entre Roma y el norte de la Península Itálica, pasó a ser, en algún momento de la historia, sin que se tengan muy claras las razones, patrón de los enamorados. Parece ser cosa de ingleses, que ya desde el siglo XIII relacionan al santo con los asuntos amorosos y hablaban de él en canciones, alguna tan jugosa como la que canta Ofelia en el acto IV de Hamlet: “De San Valentino/ la fiesta es mañana:/ yo, niña amorosa,/ al toque del alba/ iré a que me veas/ desde tu ventana,/ para que la suerte/ dichosa me caiga./ Despierta el mancebo,/ se viste de gala/ y abriendo las puertas/ entró la muchacha,/ que viniendo virgen,/ volvió desflorada”. La cancioncilla, que seguramente Shakespeare tomó del acervo popular, alude a una costumbre antigua y muy popular en Inglaterra, según la cual las muchachas solteras creían que si salían a la ventana o a la calle el primero de mayo, al rayar el alba, el primer joven que viesen sería su marido.

Quizás algún día acabaremos sabiendo que Shakespeare y Cervantes fueron la misma persona. Solo eso explicaría las coincidencias que a cada paso vamos descubriendo entre los dos. En este caso, curiosamente, encontramos en la comedia cervantina “Pedro de Urdemalas”, de tono picaresco, la misma costumbre con leves variaciones, pues refiere que las muchachas casaderas se ponían en la ventana en la noche de San Juan, dejando suelto el pelo y con un pie metido en un cacharro con agua, y el primer nombre que oían sería el de su futuro marido. Igual que su gemelo inglés, don Miguel lo cuenta en verso, pero con menos picante, que no eran tiempos de tocar la moral a la Inquisición: “Yo por conseguir mi intento/ los cabellos doy al viento,/ y el pie izquierdo a una bacía/ llena de agua clara y fría,/ y el oído al aire atento./ Eres noche tan sagrada/ que hasta la voz que en ti suena,/ dicen que viene preñada/ de alguna ventura buena”.

Sea como fuere, de todo eso tan hermosos hemos llegado a este tiempo en que los grandes almacenes se han apoderado de los cuentos de amor y han conseguido que todo el mundo se vuelve loco reservando mesas en los restaurantes y habitaciones en los hoteles, comprando a precio de diamante rosas rojas, peluches y bobadas. Ya no son las muchachas, sino los mercaderes quienes cantan que ha llegado el día del amor envuelto para regalo y allá vamos todos con las billeteras abiertas de par en par, casi salvajemente, a adquirir una felicidad de almíbar y cartón piedra sin ninguna gracia.

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