Opinión | Notas de domingo
De Julio César a Demi Moore
Moderada cinefilia, viaje rural y recuperación del estado de forma

Aparcamiento de motos en el Centro de Málaga / L.O.
Lunes. El virus ha entrado en casa. Estornudos y malestares diversos, toses y pequeños lamentos ponen la banda sonora de un lunes grueso, frío, áspero y febril: por febrero y por fiebre. No hay opción: cafelito y manta. La televisión matinal es una rueda que gira infinita en los mismos asuntos: los aranceles de Trump, el cabronazo que ha matado a su mujer, la cumbre de ultraderechistas en Madrid, la gala de los Goya... Iba a escribir, etcétera. Pero no hay etcétera. Lo que hay es lo que he escrito. Cambio de tercio. Me enchufo Sucedió una noche, de Frank Capra, año 1934, Clark Gable y Claudette Colbert. Guerra de sexos, diálogos ingeniosos, gags aún vigentes. No hemos cambiado tanto. No sé cómo sería Clark Gable con Twitter. O Capra con efectos especiales para digitalizar. No sé nada, en realidad no sé ni cómo me mantengo con humor para hacer nada. Duermo.
Martes. Ligera mejoría. La felicidad es la ausencia de dolor. Perdón por el tópico. Veo La sustancia, con Demi Moore. Interesante y amenísima la primera parte. Una explosión gore loca y brutal al final. A ratos espeluznante. Hay homenajes a clásicos de la ciencia ficción y un rebuscar en el mito de la eterna juventud. Pocos diálogos. A mí me parece que la Moore está bien como está. Quiero decir, en la vida real. Leo críticas sobre la película pero me asaltan e interrumpen anuncios de gimnasios, lociones, hoteles y restaurantes. Me entretengo en degustar la palabra espeluznante. Me reto a meterla en una conversación hoy mismo. A la tarde, viajo a Carratraca. En estas termas se bañó Julio César, me informa un señor al que le pregunto cómo se va al polideportivo. Qué maja es la gente de pueblo, digo para mis adentros. A continuación, el señor me informa de que él se enteró del dato hace una semana, que es de Madrid y que lleva solo quince días en el lugar. Experimento un frío agresivo. Carretera. Al rato, las luces de casas, pedanías y pueblos del Valle del Guadalhorce tintinean (las luces brillan pero en las novelas y dietarios tintinean) entremezclándose con olivos, naranjos y limoneros. Veo aviones en la oscuridad. Se atisba la gran ciudad y yo atisbo el momento del sofá y las aceitunas. Anoto mentalmente: escribir una columna airada sobre la falta de aparcamiento en mi barrio. Yo tengo parking, pero da igual. Escribir es ponerse en la piel de otros. También y a veces.
Miércoles. Viaje en tren. Intento sacar partido literario a esas llanuras, ese amanecer, el cambio lento y pertinaz del paisaje. Me lo impiden el sueño, las ganas de café y la cháchara que se traen dos señores acerca de la política internacional. Escribir sobre las molestias que se sufren viajando en tren es ya un género literario o periodístico en sí mismo. Está la variante del escritor protestón y malas pulgas, que finalmente nos hace reír, el que se pone lírico, el que no tiene estilo y resulta demasiado descarnado sin que falte incluso el panegirista del ferrocarril, especie ya menos abundante. A la altura de Puertollano, los señores se han ido a tomar café después de arreglar el mundo y yo estoy a ver si me arreglan el auricular para poder ver la película en un monitor tan pequeño que no logro ver. Saco un periódico impreso a riesgo de que alguien me mire como un bicho raro. Cuantísimas veces tememos que la gente nos mire mal y no nos mira ni Dios.
Jueves. El pan integral sabe que el mazapán es de la familia. Lo recibe por Navidad, lo tolera junto a él en la despensa. Lo trata como a un primo lejano de opuesto carácter. Obeso. Fuertote. Pero sabe que pronto volverá a reinar a solas en la cocina. El siete de enero, desahucian al mazapán. Invariablemente. Incluso habiéndole pagado la hipoteca nosotros: dos kilos.
Viernes. Cachondez: pongo en Facebook que cumplo 40 años y la gente me sigue el rollo o no se entera o cree que es verdad. Me felicitan en tropel. Prueba superada: quería complicidad. Me gusta.
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