Opinión | Tribuna
No tengo pies que lavar
El Servicio Jesuita para Refugiados es un lugar donde nada más llegar se siente algo especial

Me acerco a la escultura mientras la escucho decir: «es una pequeña réplica en madera de la original, que está fuera en el jardín» / l.o.
Ruido, mucho ruido. Luces, luminosos. Anuncios. Sin duda, la Pub Street (la calle de los bares) de Siem Reap podría parecer algo de otro lugar, fuera del contexto de Camboya. Cuando te bajas del tuk tuk que te ha llevado hasta allí, no sabes bien dónde estás. El ruido es ensordecedor y las cantidades ingentes de personas que caminan por los alrededores procedentes de todas las partes del mundo te envuelven por completo. Tras una toma de contacto con la ciudad, busco en el GPS la ubicación del JRS (Servicio Jesuita para Refugiados), mi destino en Siem Reap donde quiero encontrarme con la hermana Denise. El JRS es un lugar donde nada más llegar se siente algo especial. Es como si el sitio tuviera un latido interno, una vida que sale a borbotones en los diferentes espacios que encuentras a tu paso por allí. Su nombre es ‘Metta Karuna Reflection Center’, y podríamos definir ese lugar como un sitio donde el visitante puede sensibilizarse sobre sus propios conflictos en un entorno de paz y tranquilidad que fomente la reflexión compartida en un ambiente interreligioso. Denise desciende las escaleras con cierta dificultad mientras pide disculpas por la espera. «Estaba tomando una ducha, lo siento», me dice en un inglés australiano que me cautiva desde el primer momento. Como también lo hace su mansa sonrisa. Denise transmite paz, tranquilidad, mansedumbre. La mañana no es excesivamente calurosa y a la sombra la experiencia de la conversación es agradable. De fondo, todo tipo de sonidos naturales enmascaran a los de los vehículos a motor, creando una atmósfera muy acorde al centro de reflexión en el que nos encontramos. Denise Coghlan es una mujer de fe. La fe, y todo lo que de ella cuelga, representa el motivo de su vida, la visión que ella tiene del mundo. Firme defensora del Evangelio, de lo que Jesús dijo, y no de lo que algunas instituciones le han hecho decir o algunos rituales nos puedan hacer ver. Se unió a la Congregación de las Hermanas de la Misericordia en Australia en el año 1960, partiendo a los pocos días a Papúa Nueva Guinea. Tras su estancia allí, vuelve a Brisbane, donde tiene conocimiento de un llamamiento voluntario a trabajar en los campos de Tailandia con los refugiados camboyanos que huían del país por la interminable guerra civil que se cebaba con la población civil. Era 1987 y Denise tenía claro que debía estar allí. Aprovecha la mención a la guerra en nuestra conversación para coger una pequeña caja que tenía sobre la mesa. La abre, y muestra con orgullo una medalla. Es de oro, y tiene escrita la siguiente frase: «trabajar por la paz y la fraternidad en todo el mundo». Es el fruto del trabajo realizado junto a otras muchas personas en la Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas Antipersona, que recibió el Premio Nobel de la Paz en el año 1997. A ella le gusta hablar de la palabra fraternidad. Hace mención a los valores defendidos en la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Lamenta que, por cuestiones del lenguaje, muchas veces nos olvidemos de ella y nos centramos más en hablar de los derechos humanos y las libertades individuales dejando en un segundo plano la fraternidad, el bien común. Mientras pronuncia estas palabras acaricia suavemente la medalla con las yemas de sus dedos. Lo que le hizo implicarse en la campaña fue mirar las heridas causadas por explosiones de minas en personas de su alrededor. ¿Cómo podía estar permitido aquello? Una mina es un arma demencial y traicionera, que descansa enterrada años y años hasta que un inocente pone su pie en el sitio equivocado y entonces ésta se activa y le arrebata sus extremidades o le deja sin visión por la incrustación de la metralla en los ojos. Pero lo mantiene con vida. Una vida, desde ese momento, minada, para siempre. Y todo por la espalda, sin avisar, y sin que la víctima se espere nada. Personas que, en su mayoría, no habían nacido cuando alguien las enterró ahí. «Fue una acción mundial, personas, movimientos sociales e instituciones se unieron para acabar con esta lacra desde diferentes ángulos. Se implicaron activamente budistas, cristianos, hindúes, ateos; personas, al fin y al cabo, que querían lo mejor para la raza humana». La fe, la creencia o la esperanza de que el mundo podría ser mejor para todos es lo que sustentaba aquella campaña. A través de la ventana me llama la atención una pequeña escultura que tiene apoyada en una mesa, lo nota, y me invita a entrar en su vivienda. Denise vive en una pequeña habitación donde hay una cama con mosquitera y una mesa de madera y una silla de plástico. Me acerco a la escultura mientras la escucho decir: «es una pequeña réplica en madera de la original, que está fuera en el jardín». La observo, y me doy cuenta de que es una representación del pasaje del lavatorio de pies, del Evangelio de Juan. En ella se puede ver a Jesús, con un paño en la mano, arrodillado ante una persona discapacitada a la que una mina le arrebató un pie. Junto a la escultura, pude leer este texto: «I have no feet to wash» (no tengo pies que lavar).
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