Opinión | Mis días marinos
Líneas del conocimiento, la ciencia y la belleza
Málaga tiene que sentirse querida por sí misma. Somos como una Europa en miniatura. Y tan desnortada actualmente la una y la otra. Claro que tenemos que defendernos

Sociedad Económica de Amigos del País, en la plaza de la Constitución. / Álex Zea
Hay momentos históricos en los que las civilizaciones, los pueblos, las naciones y las ciudades se juegan su porvenir y hasta su existencia si saben elegir, o no, cuál es su lugar, su modelo y su forma de vivir, su estilo de vida, su coexistencia y convivencia. Y ello conlleva conseguir cohonestar y luchar por el equilibrio entre un pasado remoto, un presente explosivo y un futuro, que puede ser, o no, realmente brillante. Y nosotros, nuestra casa, lo que hasta hace poco más de treinta años era una ciudad que no llegaba ni siquiera a alegre y confiada, poco más que un poblachon, una especie de mundo dormido en el sueño de un pasado estilo Brigadoom, nos encontramos en ese momento histórico. Como diría Lenin, con perdón, «qué hacer» .Y es momento de mirar al pasado, sí, al pasado., no siempre hay que mirar al futuro para conseguirlo y conquistarlo, sino al pasado de donde aprender, Y esta ciudad, que tiene una importante carga de rémora populista y vocinglera, por no decir autodestructiva, pero también de intelectualidad desconocida, por no decir oculta deliberadamente, tiene que levantarse, despertarse, decidir qué quiere ser, cómo quiere ser, cómo quiere vivir y a qué estamos jugando. Y esto es cuestión de todos, porque a todos afecta lo que decidamos y la democracia no es una alegre reunión vecinal a la salida del colegio electoral cada cuatro años, sino la constante y permanente vigilancia de qué hacen nuestros elegidos con nuestro dinero y qué nos parece lo que durante ese tiempo van construyendo, siempre sin destruir el pasado, que, en definitiva, es lo que nos ha traído hasta donde estamos. Pasado, presente y futuro como la ligazón de nuestras vidas. Vidas que son únicas, lo que solo poseemos realmente, nada más, no hay más. Y hay que volver, muchas veces, a mirar atrás, para ver qué hicieron los que nos precedieron, para saber por qué nos entregaron lo que nos entregaron y saber qué vamos a transmitir a nuestros hijos.
Hace unos días escribía en otro medio acerca de la vida y obras de un paisano nuestro, don Luis de Torres, que duerme el sueño de los justos en una esquina de una oscura capilla de la Catedral, que entre las obras y el escaso cuidado que se le presta, presenta un aspecto no especialmente atractivo, polvoriento, dejado, con el aire de un limón al que se estruja incesantemente y llega un momento en el que no da más de sí. Ese hombre olvidado, o desconocido, fue un personaje muy influyente en la Roma renacentista, secretario privado de Paulo III, el Papa que se negó a aceptar la bigamia de Enrique VIII y que trajo consigo la división, una más, del cristianismo, que, guste, o no, es la base de nuestro mundo.
Ese hombre, Luis de Torres, trajo a Málaga el primer colegio de Jesuitas, la orden que puso a la Iglesia patas arriba y que también provocó con su política de inculturación, la supervivencia de los idiomas nativos de América, además de otras muchas cosas. Ese hombre decidió que quería dormir en Málaga para siempre. Y ahí está, en una bellísima sepultura en una capilla por la que los guías que hablan de la «manquita» – qué cruz – pasan sin mirar, porque no saben qué oculta, igual que el Cabildo, que no se ha dignado nunca en iluminar aquello porque tampoco saben de qué hablamos. Ese hombre trajo a Málaga a los jesuitas, que solo se establecían en los lugares en los que había una élite intelectual a la que formar y dirigir. De ahí vino la línea que une la Puerta de las Cadenas de la Catedral con la calle Compañía, a través de calle Santa María Y allí se forma un conjunto de ciencia y saber que pasa desapercibido para propios y extraños. El conjunto de la Económica, antigua casa del Consulado, el Ateneo, el primer colegio jesuita en Málaga, el mundo cuasi masónico de las iglesias octaédricas, el aula donde impartía docencia el padre de Picasso y hasta el colegio en el que empezó a emborronar papeles el niño enloquecido que llegaría a ser el sucesor de Velázquez, porque clasicismo y modernidad se dieron la mano en ambos. Renacimiento, barroco, tradición, modernidad, catolicismo, ilustración, masonería y belleza se reúnen en una esquina de la bien llamada plaza de la Constitución, esa misma que ahora pretenden destruir, bajo la manta de la presunta modificación, quienes detentan el poder a nivel nacional. Quedarse absortos mirando el horizonte como los conejos ante los ladridos de los perros es la vía directa a la caída en el abismo. Y a ello parece que vamos en un sueño placido de gambas y cañas, Cruzcampo no, por favor, como una gracieta justificada.
Esa esquina ignorada, ahora que se buscan itinerarios turísticos alternativos para descongestionar un centro histórico en el que campan a sus anchas adolescentes enloquecidos por la cerveza, o por lo que sea, pero que son capaces de destrozar los cristales antibalas de un edificio de la plaza del Obispo, en la que por si faltaba algo para convertirla en un bazar chino, van a abrir un Carrefour, esa esquina, repito, es el núcleo del conocimiento y del saber de esta ciudad. El conocimiento, el saber, las vías que conducen a la belleza, sin la que la vida se convierte en un desierto, sin necesidad de ir a Tabernas. La belleza conduce al bien, a la bondad, a la justicia, al derecho. Y esos son los caminos para llegar al Dios denostado, a la trascendencia, a las estrellas. La vulgaridad, el ruido, la zafiedad del destruir y no conservar traen consigo la desorientación en la que nos encontramos. Y es posible conciliar los extremos. Molina Lario, que no tiene nada que ver con los marqueses, sino que era un obispo de nuestra ciudad, trajo a Málaga el agua a través del acueducto de San Telmo, perfecta ejecución dieciochesca e ilustrada del progreso. La Iglesia como eje del progreso, claro que sí. De la misma forma que conservaron los idiomas de América cuando el Imperio, o como conservaron el saber de oriente en los monasterios, o como crearon el Renacimiento. Guste o no, esta es la Historia. Y es a la que debemos mirar y en la que inspirarnos. Es mucho más fácil destruir que construir. Por eso el inmenso error del sesenta y ocho aun estamos pagándolo, mientras continuamos adorando en altares laicos a vividores, personajes atrabiliarios y monstruos de diversa índole tipo Sartre, Foucault y compañía.
Pero sabiendo de quien nos defendemos y qué defendemos. No hay que mirar afuera, sino adentro. Qué fuimos, que hicimos, que queremos ser. Y cuidarse a si misma. Amarse, cuidarse como los adolescentes de hoy cuidan su estética de forma a veces equivocada, pero muchas veces amándose a si mismos, embelleciéndose. No podemos seguir desnortados, hay que llevar una brújula en el bolsillo para no perdernos, orientarnos y dejarnos guiar y conducir por el conocimiento y la belleza, no por falsos dioses de inteligencia artificial. La estructura de las ciudades esta inventada hace dos mil años y casi todo lo demás también. Solo hay que conservar y construir a la vez. No es tan difícil. Hágase la luz.
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