Opinión | Notas de domingo

Málaga

De los nervios

La vida es una sucesión de fracasos hasta que alguien te llama poeta

Viandantes por la calle Larios.

Viandantes por la calle Larios. / Álex Zea

Lunes. El otro día en un restaurante de nivel medio, bastante lleno, a mediodía, muchas mesas, reparé en un detalle: casi ninguna tenía botella de vino. Copas sí. O cerveza o agua o refrescos. El sitio, donde se come bien y que alberga ciertas pretensiones, no está mal y aún no se les ha ido mucho la pinza. O sea, por unos 30-35 se almuerza en un entorno además agradable. Pero, ¿qué pasa? que la botella de vino más barata costaba 30 euros. Clavazo. Exceso. En un país que lo produce, el vino, a mansalva. Se han subido a la parra, nunca mejor dicho hablando de vinos. La botella de 30 era el cebo. Todas las demás oscilaban entre los 40 y los 120. Incluidos vinos locales, que los hay muy buenos y los hay que parece que llevan aguarrás. No es que el vino sea un lujo, es que a los hosteleros no les da la gana incluir en su carta vinos asequibles. No hablo de baraturas, hablo de botellas de 20 a 35 euros, de algo razonable. Un síntoma de madurez, no se si también de arrojo o de inconsciencia es no tener complejo a la hora de discutir con un sommelier.

Martes. Vértigo. Esta tarde recito en las tardes poéticas del Museo Rando que coordina Isabel Romero, directora de una colección literaria también. Presenta el periodista Agustín Hervás. No conviene nunca perder la oportunidad de hacer el ridículo, me digo. Tengo nervios e inseguridades, quién no las tiene. Bueno, yo más. Veo a Rafael Ballesteros entre el público. La cosa sale bien y la gente, mucha, me aplaude. También a los otros participantes, gente estupenda y de mucho talento como Natalia Santaolalla o Isabel Torné, que me regala su excelente poemario, La boca incrédula. La vida es una sucesión de fracasos hasta que alguien te llama poeta. Ha sido un bautismo gozoso en el género más complicado que hay. Tengo el carné de poeta, no sé si debería llevar un tiempo una L detrás, como esos conductores novatos. Ceno prosa.

Miércoles. Me hago con el nuevo libro de Ignacio Peyró «El español que enamoró al mundo. Una vida de Julio Iglesias» (Libros del Asteroide) con una mezcla de alegría, alborozo y expectación. Como tengo tiempo antes de un acto, entro en una cafetería a tomar un cortadito y desvirgarlo, hojearlo, ojearlo y acariciarlo. Al libro, no a Peyró. El volumen va mucho más allá del cantante, claro, y es retrato de una época. Aunque el protagonista pertenece a varias, Julio. Entreveo frases típicas de Peyró, o sea, eruditas, irónicas, documentadas. Espero saludarlo en un bolo que tiene en el Carmen Thyssen este mes de marzo, en conversación con el periodista Paco Reyero. Aún recuerdo la entrevista deliciosa y jugosa que Luis Sánchez Moliní le hizo a Peyró en el Diario de Sevilla hace unas semanas.

Jueves. Tívoli volverá a abrir. No tendría espacio ni en veinte páginas de periódico para describir esa nostalgia, esas tardes con mis padres allí. El Tívoli tiene una novela. Me alegro mucho por los currantes.

Viernes. Congreso regional del PSOE. No todo va a ser política, así que nos sumergimos en la noche granadina, que siempre me ha atraído por juvenil, canallesca, estudiantil y moderna. Tengo yo de la primera juventud bien trabajada la noche de esta ciudad, aunque ahora se trata más de acumular, no tanto licores, como cañas y tapas. Me encuentro con un grupo de periodistas conocidos. Lo raro es que me encontrara con un grupo de encofradores o filatélicos. Hacemos cábalas como quien hace ganchillo. Alguien dice que algunos mandamases están en un local cercano. Me cuentan que hay tres exalcaldes veteranillos que se han alquilado un pisito una semana para asistir al congreso y de paso tomarse unas vacaciones, echar alguna cana al aire y conspirar. Los imagino como tres estudiantes de pueblo que han llegado, recién matriculados en Derecho o Medicina y están ahí el primer día peleándose con la lavadora y el gas. Me da por acordarme de las habas con jamón que alguna vez comí con mi padre en un restaurante granadino céntrico, Los Manueles. Me marcho a dormir pensando que a esta edad, entre las tentaciones que a cierta hora uno sufre no es menor la de irse al hotel, al lujo pasajero, la bañera inmensa, los adminículos, el edredón y el pantallón a los pies de la cama. A veces me alojo en un hotel solo para poder decir: «Sí, sí, jamón ibérico en los huevos revueltos».

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