Opinión | Tribuna

El carnaval, el circo y el tetrafármaco de Epicuro

Teatro Cánovas

Teatro Cánovas / l.o.

En diciembre de 2019 saltó la noticia. Isabelle Dugelet, alcaldesa de La Gresle, una pequeña localidad de 830 habitantes, situado a 80 Km. de Lyon, mandó publicar una ordenanza en la que se prohibía a los vecinos «morirse en su domicilio sobre territorio comunal los sábados, domingos y festivos». Antes de seguir, les confieso que me rebelaría frente a una ley que me prohibiera morirme. Sobre todo, después de releer el relato de Borges ‘El inmortal’ y palabras como estas: «Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal». Y luego está el tedio y el aburrimiento que produciría la inmortalidad, pareja al deterioro patético de los cuerpos. No obstante, también les confieso que estoy completamente en contra de la muerte, incluso en días laborables, por si acaso y por motivaciones estrictamente animales y borgianas. Por si fuera poco, el banco me ha prohibido suicidarme en el período de un año al suscribir una hipoteca, si no quiero condenar económicamente a mis virtuosos herederos. Y eso que el suicidio, según Plutarco, es una muestra de nuestra superioridad con respecto a los dioses, condenados a existir durante toda la eternidad. Menudo lío.

Libertad plena

La vida feliz a la que aspira el ser humano, según Epicuro de Samos, exige el logro de la libertad plena. Y para ser libres necesitamos alejar de nosotros las preocupaciones, el imperio del miedo que lo complica todo y nos produce aponía, dolor físico o mental. Con este fin, propone un cuádruple remedio (tetrafarmakon) dirigido a las causas que generan nuestro temor. No debe inquietarnos el temor a los dioses, porque -en el caso de que existiesen-, no se ocuparían de los asuntos humanos; tampoco hay que temer a la muerte, porque no existe para nosotros mientras vivimos, y cuando morimos, no tenemos vida para sentirla o sufrirla; no debemos temer al azar o destino, puesto que no existen y los acontecimientos humanos no están determinados por agentes o fuerzas exteriores; y no debemos sufrir por las necesidades naturales y los males, porque ambos son fáciles de satisfacer o de evitar.

¿Es un vano sofisma la afirmación epicúrea sobre «la nada de la muerte» que se incluye en este remedio ancestral del siglo IV a. de C. para la cura de las lesiones del alma? ¿es, como decía Kierkegaard, una burla? ¿una propuesta absurda y ridícula? ¿una «floritura erística vacía» (Rorty)? Bernard N. Schumacher propone entender el mal de la muerte del que hablan pensadores tan dispares como Sartre o Nagel, desde la perspectiva de la privación en su ensayo ‘Muerte y mortalidad en la filosofía contemporánea’ (2017). La muerte nos priva de placeres, deseos, intereses, proyectos y de la propia existencia como sujetos. ¿La muerte es siempre un mal o depende de las circunstancias? ¿es la muerte accidental un mal, a diferencia de la que llamamos ‘natural’? ¿cómo podemos mantener que la persona que ha sido asesinada ha sufrido un mal si no puede experimentarlo? ¿y qué le puede importar todo esto a un muerto?

Ciclo infinito

El poeta Octavio Paz pensó en su juventud dedicarse a la filosofía. Aunque para la Academia no sea el caso, hizo méritos suficientes para ocupar un lugar preferencial entre los amantes de la sabiduría. En un ensayo sobre las fiestas mexicanas en torno al día de los muertos, nos recuerda que «la muerte es intransferible. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía como no nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré quién eres». La muerte, como la vida, no nos pertenece. Para los aztecas la oposición entre vida y muerte no era tan tajante como en nuestra cultura. «La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico, que se repetía insaciable. La vida no tenía función más alta que desembocar en la muerte, su contrario y complemento; y la muerte, a su vez, no era un fin en sí; el hombre alimentaba con su muerte la voracidad de la vida, siempre insatisfecha». Por el contrario, la muerte moderna no tiene una significación trascendente (como sucede tanto en el pensamiento azteca como en el cristiano). «Todo funciona como si la muerte no existiera». «Nadie piensa en la muerte, en su muerte propia, como quería Rilke», afirma Octavio Paz, porque nadie vive una vida personal. Por eso «la matanza colectiva no es sino el fruto de la colectivización de la vida». Muy al contrario, podría ser que la muerte nos pudiera permitir el acceso a una nueva vida, es decir, la redención (social, como en el caso de los aztecas, o individual, como propone el cristianismo).

¿Y si esta nueva vida residiera en su opuesto, en la inmanencia del carnaval y del circo, pongamos por caso? El filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky escribió ‘La era del vacío’ (1983), que el neo-nihilismo posmoderno se había vuelto humorístico. Asistimos al desarrollo generalizado de un estilo desenfadado e inofensivo, de un código o estilo que impregna todas las esferas de la vida social. Aunque lo cómico ha ocupado siempre un papel fundamental en las sociedades estatales del pasado, «únicamente la sociedad posmoderna puede ser llamada humorística» porque disuelve la oposición entre lo serio (lo ceremonial, lo sagrado, las normas) y lo no serio. «Lo cómico, lejos de ser la fiesta del pueblo o del espíritu, se ha convertido en un imperativo social generalizado, en una atmósfera cool, un entorno permanente que el individuo sufre hasta en su cotidianeidad». Se trata del humor lúdico, bien en su versión de humor de masas (eufórico y convivencial), o bien del humor underground, hard, sombrío, provocador y vulgar, que reemplazó históricamente a la comicidad privada y subjetiva del humor, la ironía y sarcasmo modernos propios de la ilustración y, sobre todo, del siglo XIX.

Realismo grotesco

Pero antes de estas manifestaciones, lo cómico transitó las vías de lo grotesco al que apelo aquí con cierta añoranza y sentido terapéutico. El realismo grotesco es público y colectivo y obedece al principio del rebajamiento de lo sublime, del poder, de lo sagrado a través de imágenes hipertrofiadas de la vida material y corporal. Como nos recuerda Agner Heller, la investigación canónica de Mijail Bajtin sobre las celebraciones carnavalescas medievales y de principios del Renacimiento en ‘La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento’. El contexto de François Rabelais (1987) pone de relieve la relación de la comedia con el cuerpo, así como con la inversión del orden jerárquico y la obediencia. Recordemos que, para Octavio Paz, en la fiesta –aunque su objeto sea el recordatorio de la muerte- desaparece la noción de orden: todo está permitido. La comedia adviene como un entretenimiento que atrae a las masas populares, al público común, y que tiene que ver con lo que se consideraba sucio, vulgar y grosero. De este modo, el humor escatológico –ya presente en el griego Aristófanes- volvió a las ferias medievales y habitó sin pudor en las novelas de Rabelais. Así, la rehabilitación del cuerpo que se inicia con Nietzsche en ‘Así habló Zaratustra’ y ‘La gaya ciencia’, tiene claros antecedentes en el humor escatológico medieval: «Según Bajtin, los actos de defecar, orinar, escupir o usar un lenguaje vulgar y grosero también se veían como una celebración de la vida, de la zoe o bios». Veamos un ejemplo.

Teatro Cánovas

Los días 24 y 25 de enero el público pudo asistir a una regia oda al cuerpo carnavalesca y nada escatológica –aunque no exenta de denuncia y rebeldía- en el Teatro Cánovas de Málaga. Los intérpretes del proyecto circense de coproducción internacional ‘Circo de Sur a Sur III’ (Truca Circus de Sevilla y La Garinerie de Toulouse) nos obsequiaron el elegante espectáculo ‘El mundo mundial’ con una coreografía hipnótica, circular, como el eterno retorno nietzscheano, la verdad más profunda acerca del cosmos y, en particular, sobre la existencia humana. Como dicen sus directores, Raquel Madrid y Nicanor de Elia, desfilan ante nuestros ojos –así sucede también en el ballet ‘Parade’ de Erik Satie y Jean Cocteau, o en las visiones circenses que cautivaron a Picasso, añado yo- «personajes que viven la vida en círculo, que cambian de estado físico y anímico, para volver a los mismos sitios. Ocho artistas con disciplina y buenos deseos», que se muestran recíprocamente una imagen especular de mazas, acrobacias, pelotas, equilibrios, portes y hulahops capaces de llenar el espacio y disolver las invisibles líneas del tiempo. Cuerpos que vuelan reptando, más o menos.

Ya no hace falta prohibir a la ciudadanía morirse en el fin de semana o en día festivo por la desidia y el desprecio de lo público por la autoridad competente. Aunque vivamos en una sociedad líquida y humorística, el circo y el carnaval nos anuncian una nueva vida que también está entre nosotros. No hace falta morirse en el intento, sino gozar ampliamente de las prestaciones del cuerpo, santificar las fiestas como es debido y perder el miedo a la muerte, los dioses, el destino y los padecimientos de los males y necesidades naturales. Siempre nos quedará el placer.

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