Opinión | Tribuna

Una patológica normalidad

Sin romper el Estado, en lugar de sacar a Cataluña de España, sacar a España de Cataluña, facilitando que se vaya diluyendo, al deshacer las costuras del país a la medida de los intereses del nacionalismo

Una patológica normalidad

Una patológica normalidad / l.o.

Por mucho que el último acuerdo sobre inmigración se quiera encubrir de mera gestión administrativa, lo que recubre es una flagrante cesión de soberanía, competencia exclusiva del Estado.

Evidencias previas prominentes: los indultos, la supresión de la sedición y rebaja de la malversación, la amnistía –de momento, alejada del proscenio– el cupo catalán y la quita de deuda.

A falta de aquiescencias pendientes –uso del catalán en las instituciones europeas, amnistía política al prófugo y referéndum– el último traspaso: la política migratoria y el control de fronteras, a la Generalitat.

En este caso, la «patológica normalidad» consiste en cambiar la frontera –natural– de España con Francia, por otra artificial, casi mirífica. Falta saber dónde se van a poner los límites, porque para sus indiscutibles beneficiarios, forman parte de los «países catalanes» la Comunidad Valenciana, las Islas Baleares e incluso la franja oriental de Aragón.

Se reitera el vehículo –la proposición de ley– con que se apadrina la transferencia, cuya exposición de motivos asume –con deliberada elocuencia– la retórica «indepe», enfatizando el riesgo que supone la inmigración para la identidad catalana. De ahí, la necesidad de garantizar «la catalanidad» y la «inmersión lingüística» de los inmigrantes que lleguen a Cataluña.

La pregunta resulta inevitable: los catalanes residentes en cualquier región del resto de España ¿serán tratados, también, como inmigrantes?

A diferencia del proyecto de ley, exclusiva potestad del Gobierno, el precinto migratorio común –para extranjeros y españoles no nacidos en Cataluña– viene impulsado por dos partidos políticos que evitan mencionar a España en el texto del acuerdo, optando por «Estado español», siendo Catalunya la otra parte interviniente, no la «Administración catalana».

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Una cabeza fría –siempre apremiada, ahora desinhibida– prometió resolver el conflicto catalán y, siete escaños mediante, ha despejado el enigma presidencial: ¿qué es más importante: el poder o los principios?

Sería ilusorio decir que no se esté cumpliendo –con largura– la hoja soberanista, a pesar de que resulte insufrible el ritmo que los interlocutores imponen, para desmontar el Estado ¿por qué tantas prisas?

El golpe del 2017 fracasó porque Hacienda pudo intervenir las cuentas de la comunidad, la seguridad de las infraestructuras críticas pudo impedir su asalto violento y el poder judicial hizo prevalecer la ley.

Pensando en futuras tentativas de aquellos que pretendieran violentarla, nuestra Constitución, a diferencia de la alemana, no es militante, al no disponer de mecanismos (articulado propio y explícito) para su defensa.

En plena negociación de los presupuestos generales del Estado, se modificó el Código Penal para suprimir el delito de sedición y rebajar las penas previstas en el de malversación (uso de fondos públicos con los que atentar contra el orden constitucional)

Ya se encargan los arquitectos del desguace de ir haciendo las cosas para que, como mínimo, la catalogación de las concesiones sea difusa y discutible, es decir, aprovechando la cámara lenta y los hechos consumados. Mientras, se van cumpliendo las exigencias de unos y otros, a cambio de mantenerse en el poder.

Antes de que agonice esta legislatura, el independentismo exigirá un poder judicial propio. El Gobierno se apresurará a decir que no lo firmará jamás, más tarde tratará de convencer de que no es lo que ha firmado y, finalmente, de que no es tan dramático.

Lo malo de dejar entrar al gato a la carnicería, es que no puedes quejarte de que se esté comiendo el salchichón. Esta última rodaja es la más suculenta y no parará hasta zampárselo entero.

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A estas alturas, el referéndum de autodeterminación –objetivo último y primigenio del separatismo– podría dejar de ser necesario, porque los hechos se habrán consumado. En la práctica, se disimula la retórica, al estar inmersos en un camino alternativo: «procés» invertido, con el mismo designio: exceptuar a alevosos del deber de solidaridad, en las materias más antipáticas: fiscalidad e inmigración.

Sin romper el Estado, en lugar de sacar a Cataluña de España, sacar a España de Cataluña, facilitando que se vaya diluyendo, al deshacer las costuras del país a la medida de los intereses del nacionalismo.

Después de la condonación de la deuda oceánica, este penúltimo paso adelante, susceptible de provocar una mutación del orden constitucional y del modelo territorial, se hace con otro efugio semántico –por «delegación» de la competencia exclusiva del Estado y no por «transferencia»– menos aparatoso y reversible.

Se vincula con aquel Acuerdo de Bruselas –a modo de tratado internacional entre iguales– que santificaba las «estructuras de Estado», tan ansiadas por el procesismo y facilitadas por el sanchismo.

Con indisimulada apatía lo ve venir el español de a pie, entre el buenismo de unos y su consiguiente efecto llamada, y el miedo al distinto de otros que reducen el fenómeno a la delincuencia. En este invierno demográfico hay quien piensa que es preciso incorporar inmigrantes en edad de trabajar (según el Banco de España, 24 millones en 2053) y, para ello, es menester regular mejor los flujos de llegada.

La cesión de las competencias de inmigración en los términos conocidos («el Estado español transferirá los recursos humanos, técnicos y económicos necesarios para que Cataluña ejerza la competencia que se le delega») evidencia una independencia subvencionada, que deja sin respuesta una honda preocupación: si una agencia tributaria propia se queda todos los impuestos ¿quién pagará las pensiones?

La ruptura de la unidad fiscal española, las quitas masivas de deuda y los indultos a quienes han vulnerado el orden constitucional, visualizan el paso a paso hacia la anómala «normalidad».

Está pendiente de afinar la Carta Magna, estructura de gobierno territorial y forma de Estado. Pero tendrá que ser en otro momento porque, lo que es ahora, no está el palo para cucharas.

Habida cuenta de que lo peor es una independencia encubierta, ¿cómo calificar, dilecto lector, un ejercicio a cámara lenta de perjurio sufragado, como un paso más hacia una «normalidad patológica» tan encarecida por sus agraciados? Seguiremos viendo…

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