Opinión | Mirando al abismo

Correr

Vivimos en una sociedad que valora la inmediatez por encima de todo

La prisa puede llevar a errores costosos.

La prisa puede llevar a errores costosos. / JORDI COTRINA

En un mundo que parece girar cada vez más rápido, la prisa se ha convertido en una compañera constante de nuestras vidas. Corremos para cumplir plazos, para llegar a tiempo, para terminar tareas y, en el proceso, sacrificamos algo fundamental: la calidad. La prisa, esa sensación de urgencia que nos empuja a actuar rápidamente, es enemiga de la excelencia. Y, sin embargo, la abrazamos como si fuera una virtud.

Vivimos en una sociedad que valora la inmediatez por encima de todo. Queremos resultados rápidos, soluciones instantáneas y respuestas ya. Pero ¿a qué coste? Cuando la prisa se convierte en la norma, las cosas se hacen mal. Se descuidan los detalles, se pasan por alto errores y se prioriza la cantidad sobre la calidad. Lo peor de todo es que nos acostumbramos a ello. Nos conformamos con lo mediocre porque, al fin y al cabo, «el tiempo apremia».

La prisa no es solo una cuestión de tiempo; es también una cuestión de actitud. Detrás de la urgencia constante hay una mentalidad que prioriza el «ya» sobre el «bien». Nos han enseñado que ser productivos significa hacer más en menos tiempo, pero rara vez nos preguntamos si lo que hacemos tiene verdadero valor. ¿De qué sirve terminar rápido si el resultado final es deficiente? ¿Qué ganamos con la rapidez si perdemos la oportunidad de hacer las cosas bien?

En el ámbito laboral, la prisa puede llevar a errores costosos. Proyectos mal planificados, informes llenos de fallos, productos defectuosos… Todo esto es el resultado de una cultura que premia la velocidad sobre la precisión. En la educación, los estudiantes se apresuran a memorizar para los exámenes, pero ¿cuánto de ese conocimiento realmente perdura? En las relaciones personales, la prisa nos impide dedicar tiempo de calidad a quienes amamos. Vivimos corriendo, pero ¿hacia dónde?

La prisa también tiene un impacto en nuestra salud. El estrés que genera puede afectar a nuestro bienestar físico y mental. Nos volvemos irritables, ansiosos y, en muchos casos, menos eficientes. Paradójicamente, al intentar hacer todo rápido, terminamos perdiendo más tiempo corrigiendo errores o enfrentando las consecuencias de nuestro apresuramiento.

¿Cómo escapar de esta trampa? La respuesta no es sencilla, pero comienza por reevaluar nuestras prioridades. Debemos aprender a valorar el proceso tanto como el resultado. Esto implica darnos permiso para tomar el tiempo necesario, para revisar, para reflexionar. No se trata de procrastinar, sino de entender que algunas cosas simplemente no pueden ni deben hacerse a toda prisa.

También es importante establecer límites. Decir «no” a plazos imposibles, rechazar la presión de hacer todo al mismo tiempo y, sobre todo, recordar que la calidad no es negociable. Hacer las cosas bien requiere paciencia, dedicación y, en ocasiones, ir contracorriente.

En última instancia, la prisa es un reflejo de cómo elegimos vivir. Si permitimos que la velocidad dicte nuestras acciones, terminaremos sacrificando lo que realmente importa. Pero si nos atrevemos a frenar, a tomar un respiro y a enfocarnos en hacer las cosas bien, descubriremos que la excelencia no es un lujo, sino una necesidad.

La próxima vez que sientas la tentación de apresurarte, pregúntate: ¿vale la pena sacrificar la calidad por la rapidez? La respuesta, casi siempre, será no.

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