Opinión | Viento fresco
Un idiota
A veces causamos una herida en los demás sin saber si el tiempo la agrandará o cicatrizará

Cafelito y paz. / EFE
¿Cuánto duran y cómo de profundas son las heridas que, a veces sin darnos cuenta, dejamos en los demás?
El otro día me encontré por casualidad con un buen y viejo amigo al que ya no trato tanto como quisiera. Hacía mucho que no nos veíamos. Tras la euforia inicial por encontrarnos, después del café cómplice, al rato de contarnos nuestros devenires familiares, profesionales y vitales, al cabo de un rato comentando algún libro y película, se hizo un breve silencio. Y mi viejo amigo dijo: «No viniste a aquello».
La frase quedó un poco incómodamente suspendida en el aire. No, musité yo. Fue un «no» leve, poco rotundo, como de contrición. O de quitarle importancia como si de una banalidad ya se tratase.
«Aquello». No fui, ciertamente. Se trataba de un acto, evento, a medio camino entre lo profesional y lo lúdico muy importante para mi interlocutor. Y no, no pude ir. Y bien que me disculpé, tratando con otras acciones de compensar mi ausencia.
Hace ya muchos años de aquello. Pero a veces las pequeñas (tal vez somos nosotros los que creemos que son pequeñas) afrentas impactan en el otro no sabemos con qué calibre o intensidad. Ignoramos el tamaño de la herida que vamos a causar y si esta va a ir cicatrizándose o abriéndose cada vez más. Mi amigo tenía ese reproche, leve o pesado, dentro de sí. Tenía que decirlo. Tenía que soltármelo. Ojalá el hacerlo le haya proporcionado alivio.
Yo pensé que no ir a «aquello», que fue todo un éxito, fue un hecho nimio, olvidable si de amigos se trata. Pero no. Es justamente lo contrario: por eso que es amigo no lo olvida.
No sé si estamos ante un acto de rencor o de memoria. No quiere venganza pero no quiere olvidarlo. Tal vez ese gesto, u otros miles, que hacemos sin darles mucha importancia, nos van retratando a los ojos de los otros, del mundo que nos rodea. Somos lo que hacemos: para muchísima gente sí, con independencia de lo que digamos.
Puede que yo haya sido todos estos años un amigo imperfecto para mi amigo. O amigo con defecto. O una ausencia injustificada.
A lo mejor resulta que en su magnanimidad y grandeza me quiere así como realmente soy: un idiota que no distingue lo importante. Ni sabe dónde tiene que estar.
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