Opinión | Vuelva usted mañana

Fronteras arrendadas

Ser nación sin estado pero dentro de un estado que te mima y privilegia es la pretensión máxima a la que puede aspirar un independentista inteligente

Alberto Núñez Feijóo y Pedro Sánchez, en el palacio de La Moncloa.

Alberto Núñez Feijóo y Pedro Sánchez, en el palacio de La Moncloa. / JOSÉ LUIS ROCA

Puigdemont es un tipo listo, con convicciones conocidas, que ha encontrado un chollo con Sánchez, cuya idea del mundo se reduce a sí mismo. El independentismo no es ni bueno, ni malo; es independentismo y tiene como tal sus características que, obviamente, poco tienen que ver con la igualdad y solidaridad entre los ciudadanos del estado que se quiere abandonar o el que se quiere que abandone la propia tierra. Una cosa y la otra parecen iguales, pero no lo son. Irse implica asumir todos los riesgos de ser; quedarse pero que se vaya el otro, solo tiene beneficios. Ser estado no es ser nación. Y ser nación sin estado pero dentro de un estado que te mima y privilegia, es la pretensión máxima a la que puede aspirar un independentista inteligente en un mundo globalizado. Pero para alcanzarla es necesario hallar a quien te conceda lo que nunca podías soñar. Y ahí está Sánchez con su generosidad infinita y sus escasas convicciones fuera de su mundo interior.

Ahora toca ceder, bajo el eufemismo de tratarse de una mera delegación, las fronteras que todos creíamos que eran de España, pero que resulta que no, que son de Cataluña, dentro de poco del País Vasco y por qué no, en el futuro de Extremadura, Andalucía o cualquier otra comunidad que linde con el exterior por tierra, mar y aire, de derechas, izquierda o ultras de cualquier condición. El art. 150 de la CE, aunque pudiera parecer confuso, no da para tanto, aunque Sánchez y sus ministros acaben de descubrirlo tras declarar firmemente que el art. 149 -que parece que acaban de escribirlo y no existía entonces-, no permitía en caso alguno la generosidad de esta nueva concesión, contra la ley y a cambio de un beneficio. Ceder la soberanía es excederse y no es difícil entender que cuando se entra en Cataluña desde fuera, se hace a España y que España es un estado, por muy plurinacional que sea, sin fronteras interiores.

No se trata lo conveniado de una mera delegación de las competencias estatales en las fuerzas de seguridad de Cataluña sujetas a las leyes españolas, sino de una atribución a Cataluña de la competencia, convirtiéndola en ‘ventanilla única’, dice el acuerdo, para gestionarla en ‘sus’ fronteras. Y ello, dicen PSOE y Junts, para «dar respuesta a la necesaria plena integración en el país …» de los inmigrantes que se acojan en ese territorio. Lo propio de un estado. De delegación a esto media un abismo, el que sobrepasa el PSOE que cierra un acto de esta envergadura con un convenio entre partidos o partidas, vaya usted a saber, no en un acto parlamentario y que se tramitará como es ya costumbre como proposición de ley, no como proyecto, evitando así los informes del CGPJ y el Consejo de Estado entre otros. Otro fraude de ley ya normalizado, aunque sea legal.

París bien vale una misa y Sánchez quiere la suya, aunque el rito se desconozca incluso para sus mayores creyentes. Es una liturgia cambiante y rica, fruto del consenso dicen sus adoradores. Pero toda liturgia tiene raíces y principios y ésta es fruto del arrendamiento de un país al mando del señor de la sumisión a sus arrendadores. No hay más.

Cada día el rito es distinto y tiene un guion que aplauden los que dicen temer un futuro que, cuando venga, que vendrá, tendrá un poder tan inmenso como el que se está dando a los que sepan esperar con paciencia. Parecen olvidar la alternancia y obvian que el edificio será ocupado por aquellos que aprovechen lo construido. Luego vendrán los llantos y las manifestaciones de duelo, pero el hoy marca el mañana y ese mañana, cuando fallan las estructuras y las instituciones, se traducirá en concesiones que algunos deberían imaginar. Lo que se está forjando concederá a quien gane las próximas elecciones un poder que nadie ha tenido en este país en democracia. Y esto no es Venezuela.

Esa laxitud y primacía de la ambición por el poder no es exclusiva del Gobierno, sino que parece ser común a la política del presente. Y esto destierra toda esperanza y sume a muchos en el desencanto. No quieren asumir que Mazón permanece y sigue donde no puede estar, pero que la ciudadanía no lo quiere. Y no es una cuestión política, no tiene que ver con la gestión de unos y de otros y con los errores cometidos en la dirección inmediata del drama. Es mucho más humano lo que está en el fondo del rechazo. Mazón, mientras la gente moría no estaba donde tenía que estar y estaba donde no debía estar. Y esa imagen de aparente indiferencia ante el sufrimiento ajeno es lo que ronda la cabeza y el alma de la ciudadanía. No cabe, ni sirve explicar errores porque el error fue la ausencia y la capacidad de abstraerse del dolor y del daño. Esa es la apariencia y la imagen que queda escrita y quedará para siempre impresa en la memoria colectiva.

Un error en la gestión sería disculpable o subsanable, pero una ausencia como aquella no lo puede ser y el corazón manda frente a otro argumentario que, cuando priman los sentimientos, carece de fuerza. Y la reconstrucción tampoco remediará el recuerdo de aquel día. No hay solución para quienes creen lo contrario, ni la hay para un PP que actúa igual que Sánchez anteponiendo sus intereses electorales y apartándose de los recuerdos y sentimientos de las personas.

La diferencia en política, cuando los valores ceden ante el poder, solo reside en la palabra y en la posición que se ocupa: gobierno u oposición. Ser oposición es fácil, pero obliga a anticipar lo que se promete cuando las circunstancias lo demandan. Y el anticipo en este caso genera frustración y desencanto en quienes alguna vez vieron o quisieron ver diferencias que han quedado desmentidas.

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