Opinión | Tribuna
Esto no es lo que parece
Es lo que suelen decir en las películas los que son sorprendidos por sus parejas legítimas en plena faena adúltera

«Es mejor permanecer callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente» / l.o.
«Esto no es lo que parece» o algo así, debió entonar en una lengua eslava el detenido por la Benemérita en el aeropuerto de Málaga, con rumbo a Londres y «bellotas de hachís en la entrepierna», como rezaba el titular de portada del día 22 de agosto de 2015 en los medios informativos locales. No es de extrañar que el peso de la bolsa blanca con 945,5 gramos de hachís en salva sea la parte y en formato ‘bellota’, convirtieran el caminar del protagonista del suceso en una empresa harto difícil y sospechosa a los ojos de la autoridad competente. Es como si el sospechoso tuviera el pene sedado por las apreturas y los testículos de plomo e intentase ratificar con su torpe locomoción la validez de la Ley de Gravitación de Newton para el sistema inercial terrestre.
«Esto no es lo que parece» es lo que suelen decir en las películas los que son sorprendidos por sus parejas legítimas en plena faena adúltera. Se entabla entonces un diálogo de besugos sobre la verdad y las apariencias que habría hecho sonrojar al mismísimo Platón, por la incoherencia de las argumentaciones, la violación de las reglas de la lógica de primer orden y las desnudeces que suelen asomar con gracejo en el momento cumbre de la acción dramática. Y la mayor parte de las veces, a la dialéctica ‘bellotera’ le sigue un arrebato pasional que provoca la muerte del amante, sea en versión masculina, sea en la femenina, aunque realmente ‘pasara por allí’ en ese momento inoportuno para hacer el salto del tigre o la tigresa desde el armario del dormitorio. El/la amante paga los platos rotos y la pareja infiel se queda viva, fundamentalmente, para sufrir y seguir participando en diálogos belloteros, como una posesión más. ¿Acaso le importa a alguien la verdad? Pienso que cada vez hay más justicieros y que lo que importa es tener la razón, aunque sea en un clima de guerra y confrontación. ¡Viva el primado de la amígdala!
Infidelidad
Dicen algunos especialistas que la ‘infidelidad’, dentro del universal cultural de la monogamia en relaciones heterosexuales, tiene una faz diferente para hombres y mujeres. Mientras que la preocupación esencial de los varones es la infidelidad sexual, a las mujeres heterosexuales les inquieta prioritariamente la infidelidad de corte emocional. A los hombres nos asalta la incertidumbre de la paternidad y la posible pérdida de nuestros recursos reproductores en beneficio de un rival. Las mujeres parecen más preocupadas por la pérdida del ‘compromiso’ de la pareja, de la confianza y la sinceridad en la relación, que por la pérdida de recursos reproductores en favor de una rival. Y como somos potencialmente infieles, somos celosos. Los celos son, por tanto y desde esta perspectiva, una adaptación evolutiva para conservar la pareja, un dispositivo ecológico para resolver el inquietante problema de la infidelidad, más que un comportamiento patológico, un subproducto pernicioso de la sociedad capitalista o una firme construcción social.
Dependencias digitales
Vamos ahora con las apariencias y dependencias digitales. En el siglo pasado habría levantado sospechas que un estudiante adolescente fijase su limpia mirada, cabizbajo, como en el trance colateral a una letanía, en el espacio frío y difuso que se esconde bajo la mesa de un aula. Lo prohibido siempre será motivo de atracción, como un imán concupiscible, aunque el aula se corone, hierática, como un espacio minimalista en el que reina la incomunicación. Mucho ruido y pocas nueces, diría yo, convertido en Shakespeare. Miradas muy jóvenes fijadas en las pantallas ¿malignas? de los dispositivos electrónicos, un auténtico ‘punto limpio’ de mensajes abortados, informaciones excesivamente efímeras, perecederas, orgiásticas, el resplandor de juegos alienantes, vídeos pornográficos de escasos vuelos, tortas virales, fotos que nadie verá y ciberofensas por doquier. Y yo me preguntaba, al contemplar este espectáculo dantesco, en mis tiempos de profesor: ¿qué hago aquí? Les confieso que, para no desentonar, tuve la tentación de desenfundar también mi dispositivo móvil, mirar de reojo las novedades vertidas en las redes sociales como si fuera un niño malo y acariciar la fantasía de sentirme acompañado. Por el contrario, pienso, a estas alturas de la vida, que lo importante no es que alguien me indique que le gusta lo que publico, sino que yo me siga gustando, que no cese el amor que me profeso.
El filósofo norteamericano Daniel Dennett (1942-2024) seguramente se estaría atusando su barba blanca de sabio despistado, al aseverar contundentemente en una entrevista de 2014, que «Internet es maravillosa, pero tenemos que pensar que nunca hemos sido tan dependientes de algo. Jamás. Si lo piensas, es bastante irónico que lo que nos ha traído hasta aquí nos pueda llevar de vuelta a la edad de piedra». Nuestra ‘dependencia emocional’ de las nuevas tecnologías y, en particular de la red de redes, está a punto de desvirtuar las viejas concepciones del libre albedrío o, lo que es lo mismo, perfilar nuevas formas de alienación.
Apariencias
Estamos ahora más atados a la tecnología que nuestros antepasados agricultores, de hace 10.000 años, tras la expulsión del paraíso ecológico que supuso la merma de la caza y la recolección como modos de producción, según nos cuentan los antropólogos. La magia del ciberespacio nos envuelve a velocidad de vértigo, nos produce lesiones musculares, articulares, auditivas u oculares, por la excitación que nos provoca escribir mensajes frenéticamente, en la línea de la satisfacción inmediata de los impulsos (la mayor parte de las veces, de contenido insustancial, muy lejos de la llama de los aforismos de Nietzsche), y hace que nos sintamos extraños, sumamente lejos de los humanos cuya piel rozamos, compartiendo el mismo espacio que nosotros.
Dentro de poco, la selección natural favorecerá la supervivencia, a través de la reproducción diferencial, de los individuos con ‘superpulgares’ para surcar a velocidad de vértigo las frías pantallas táctiles, y tendrá que encontrar una solución para los orzuelos y la mirada difícil que nos va a quedar en el rostro, si Santa Tecla no lo remedia. Todo depende de la red, y se da el caso de que nosotros somos parte de ese todo virtual. La red es, por fin, la Verdad (así, con mayúsculas), por la que suspiraba Hegel. Quedan abolidas las apariencias. Pero la red, nos recuerda Dennett, puede venirse abajo en un futuro no muy lejano, pudiendo generar con su caída auténticas oleadas de pánico a nivel mundial. Nos da tan sólo 48 horas para ponernos a salvo con objeto de sobrevivir de la hecatombe, que es de lo que se trata, al fin y al cabo, cuando el miedo se apodera de nosotros.
Apocalipsis
Dennett no es un agorero ni un miserable aguafiestas, amante de profecías apocalípticas. Es un lúcido espectador que nos lanza un ‘bote salvavidas’, un viejo conocido nuestro que hemos relegado al desván. Se trata de vivificar nuestra aristotélica naturaleza social, recuperando el tono y el sabor del encuentro en el seno de grupos y organizaciones de todo tipo, en escenarios propicios para entablar y cultivar relaciones, con el pulgar liberado de la pantalla táctil y el ojo sonriendo de oreja a oreja, a los bípedos implumes de Platón.
Por otra parte, me temo que el choque irracional entre identidades colectivas exacerbadas es uno de los frutos más amargos de la globalización y la propensión hacia el fanatismo más pacato. Asistimos atónitos estos días, a la normalización de los conflictos bélicos y las guerras comerciales a nivel planetario y la adopción ‘de oficio’ en Europa de medidas de aumento de los gastos militares, con el pretexto de la disuasión y la fidelidad a la tutela de los Estados Unidos de América, repitiendo viejos errores y dando satisfacción a los que se lucran con el negocio de explotación de los recursos ajenos a cambio de la destrucción del planeta, la deportación y el exterminio del enemigo. Pienso que no es demasiado difícil reconocer que es la paz y no la guerra lo que tiene valor para la supervivencia y el bienestar de la especie. Esto es lo que declaraba una nutrida representación de mis auditorios adolescentes, sin haber leído a Gandhi. No obstante, debe de ser algo difícil de ver cuando se alcanza la edad adulta, especialmente en el caso de los gobernantes. A las pruebas me remito.
Groucho
Y retumban en mi cabeza las incisivas palabras de Groucho Marx: «Es mejor permanecer callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente». Esta es la opción del ‘bufón’ ilustrado –no la mía-, de alguien que pudiera proclamar a los cuatro vientos, como el actor del negro bigote pintado, que «nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como yo». Es una versión de la consigna epicúrea que nos invita a pasar desapercibidos mientras podamos, a recorrer los intersticios de la cosa pública con la flexibilidad de Spiderman para evitar la coprofagia y la astucia de quien tiene cara de no haber roto un plato en su vida y espera su momento. Gracias al camarote de los Hermanos Marx, sabemos que el humor nos hace libres, pero que reírnos de todo es de estúpidos.
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