Opinión | Tribuna
¿Sin planeta, no hay croquetas?
La crisis ecológica es una realidad incuestionable (como la de que sin planeta no podremos disponer de croquetas), pero debemos evitar la tentación de «mezclarlo todo para quedar bien»

La crisis ecológica es una realidad incuestionable. / EFE
Como nos recuerda Carlos García Gual, los antiguos griegos a los que solemos admirar por haber alumbrado una civilización abierta e inquieta, el desarrollo de la Polis, indisociable de la educación y, en particular, el teatro, tiene mucho que ver con el mar y los viajes. Este mar tan cercano es el fértil camino de las aventuras de la condición humana, así como el vehículo del mito y de la razón. Y el riesgo de los viajes se compensa con el afán de la exploración y la extensión del Logos, situándonos lejos de las miserias de la guerra, el saqueo, la conquista y el genocidio, o así prefiero pensarlo. Con este fin exploratorio les ofrezco mis reflexiones.
‘Sin planeta no hay croquetas’, era el lema, no menos lúcido, de una pancarta de la Marcha por el Clima que tuvo lugar en Madrid en diciembre de 2019. Nada más expeditivo para despertar del sueño de la razón y sumergirnos en la situación de emergencia climática que el aroma y el sabor de una delicia culinaria en el mundo iberoamericano, de ese crujiente de aglutinante espeso con múltiples rellenos capaces de resucitar a un muerto. Sin planeta nos veremos obligados a renunciar a los placeres de los sentidos, la imaginación y el entendimiento, y privados de obsequiar a los extraterrestres con un buen surtido de croquetas, entre otras cosas, como muestra de hospitalidad.
Revista Nature Communications
Es más, en una investigación publicada en la prestigiosa revista Nature Communications en 2017, se pudo constatar cómo los ácidos grasos presentes en el humo producido al freír las maravillas gastronómicas que son las croquetas, favorecen la formación de nubes. Y si es así, un efecto inesperado de las miasmas derivadas de las freidurías es bajar la temperatura del globo, puesto que los ácidos grasos liberados con el humo de las freidoras forman complejas estructuras tridimensionales en el interior de moléculas de agua. Ello prolonga la vida de estas partículas en la atmósfera y favorece la formación de nubes, puesto que éstas se comportan como semillas para la condensación del vapor.
Gracias a las croquetas y el efecto paradójico de la fritanga, podemos situar las cosas en su lugar natural aristotélico. Como afirma el filósofo andaluz José Antonio de la Rubia en ensayo brevísimo inédito titulado ‘Sosteniendo el desarrollo’ (2024), conviene intentar buscar aquí una respuesta no dogmática, maximizando las soluciones y minimizando los problemas. La crisis ecológica es una realidad incuestionable (como la de que sin planeta no podremos disponer de croquetas), pero debemos evitar la tentación de «mezclarlo todo para quedar bien», para limpiar nuestra conciencia o usar la sostenibilidad como una etiqueta comercial al servicio del consumo más soez. La conciencia y las buenas intenciones no bastan. Además, hay que tener en cuenta que la tecnociencia puede llegar a demostrarnos que la fritanga o la energía nuclear no son, a día de hoy, tan perniciosos como pensábamos. Para el filósofo Jesús Zamora Bonilla (’Contra apocalípticos. Ecologismo. Animalismo. Posthumanismo, Eslovenia, Shackleton’, 2021), «descartados los escenarios más apocalípticos esperables a corto y medio plazo a causa del calentamiento global: es decir, descartada una elección existencial entre seguir viviendo o desaparecer, podemos plantearnos qué niveles de empeoramiento climático estaríamos dispuestos a soportar y a cambio de cuánto bienestar económico».
Crisis ecológica
Sería deseable que se pusieran sobre la mesa filosófica acerca de la crisis ecológica no sólo alternativas para la reflexión teórica, sino también líneas para actuar desde la economía, la ética y la política, para que luego no digan, como Aristófanes, que los filósofos estamos siempre en las nubes. En un mundo ideal, aclaradas las cosas, los políticos profesionales tendrían más recato a la hora de utilizar tópicos, abusar de conceptos ya vacíos y caducos, justificar con ellos sus cambios ideológicos y ponerse al servicio de falacias, manipulaciones abiertas y sesgos cognitivos gestados en la era de la posverdad. Definitivamente, hay que pasar a la acción. En cualquier caso, habría que huir del efecto pernicioso de las soluciones mágicas, de las apelaciones a una conspiración, de plantear fórmulas genéricas que se deshagan en la inmensidad de lo global, o de su versión en sermones iluminadores que alumbraran unas nuevas tablas de Moisés.
En el terreno de la ética, sirva la propuesta genérica del filósofo vasco Javier Sádaba (’Una ética para el siglo XXI’, Madrid, Tecnos, 2020), partidario de una combinación del utilitarismo y el deontologismo contemporáneos: al principio tendríamos que ser utilitaristas, buscando «la mayor felicidad para la mayor parte», es decir, valorando la adecuación de los «resultados» de nuestras acciones. Pero acto seguido, deberíamos erigir una sólida muralla –por medio de un núcleo irreductible de principios universales como, por ejemplo, los ‘Derechos Humanos’- con el fin de corregir la tendencia al egoísmo de la que habla Schopenhauer y que nos hace considerar a los demás como meros objetos, con los que hay que competir y de los que debemos desconfiar. Además, a la hora de adoptar decisiones morales podríamos echar mano del sentimiento del ‘deber’, del ‘respeto’ o de ‘ser equitativos’, así como de la ‘indignación ante las situaciones injustas’.
Política
En el ámbito de la política, me hago eco aquí de las ideas que expuso Amador Fernández-Savater en un artículo de 2016 (’Del paradigma del gobierno al paradigma del habitar’): «No basta con cambiar de políticos. Necesitamos un cambio radical de lógica. Otra cultura política». Sin necesidad de resucitar los fantasmas platónicos sobre las debilidades de los sistemas democráticos parece necesario un cambio de perspectiva si queremos que, realmente, las cosas mejoren. Precisamente el platonismo favorece un paradigma del gobierno, una concepción que concibe la política como el modo de dirigir la realidad desde un modelo o Idea de perfiles casi matemáticos, desde la Razón Teórica kantiana, puesto que no hay diferencia entre conocer y gobernar. El político es gobernante, y el gobernante desconfía de los sentidos, deduce metódicamente y proyecta estratégicamente lo que se debe hacer (esto es lo que llaman, «lo justo») y, finalmente, lo aplica a la realidad, «enderezándola» con la fuerza de la Ley. Y aunque el paradigma de gobierno ha alumbrado vástagos tan reputados como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, también es responsable de numerosos desastres ecológicos. Los revolucionarios, por su parte, también se han contagiado habitualmente del paradigma del gobierno, esto es, han desconfiado de lo que acaece, han creado un contramodelo y han dispuesto acciones estratégicas para forzar la realidad en su momento, embutiéndola en sus nuevos corsés. Tanto unos como otros, gobernantes y revolucionarios, han hecho uso del Partido de masas como medio para lograr su objetivo: el poder. Los ‘militantes’ se encargarán de esculpir la realidad de acuerdo con el modelo diseñado por teóricos e intelectuales. Los ciudadanos se contentarán, por regla general, con el derecho a votar a sus representantes.
Pero hay una forma diferente de ver la realidad política para Amador Fernández-Savater: el paradigma del habitar, deseoso de cuidar y recrear el mundo existente, sin necesidad de proyectar entelequias ideales. No se trata de enderezar la realidad, ni de poner corsés, sino de explorar la diversidad de las situaciones y ser conscientes de nuestras potencialidades a la hora de transformarlas, llegado el caso. No hay que gobernar sino organizar, y hacerlo desde la sensibilidad. Se trata de ‘sentirnos’ en la cosa pública ‘como en casa’.
Reclamemos pues, desde la Filosofía y el sano sentido común, una esperanza sin conformismo, huyendo tanto del moralismo apocalíptico de los agoreros como de la autocomplacencia infantil que usan los integrados y los intelectuales orgánicos para aliviar su mala conciencia.
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