Opinión | Primer movimiento
La recompensa

La amistad solo es posible entre buenas personas. / L. O.
Últimamente me fijo mucho en las cosas sobre las que habla la gente cuando está a gusto, en buena compañía. En las sobremesas, por ejemplo. Los temas cambian y varían según la tipología de personas implicadas, pero en los últimos años, entrado ya en la cuarentena, en todo tipo de reuniones observo que a mucha gente le gusta hablar de dinero, de inmuebles, propiedades, de su patrimonio. El trabajo y la posición social son muy importantes para algunos, dispuestos a trabajar más intensamente, empleando el tiempo que haga falta para obtener una subida de salario que le permita hacer frente a más gastos. A veces, ni siquiera dos viviendas es suficiente, he escuchado como algunos intentan esforzarse al máximo para intentar afrontar una tercera vivienda, que puedan poner en alquiler para así ganar un poco más de dinero. El estatus es muy importante en la vida para muchas personas que se entregan en cuerpo y alma por eso. Hay cosas que consideramos admirables y deseables, y cosas a las que no le damos ningún valor. Es difícil ponerse de acuerdo en qué es lo más importante en la vida, pero sí hay algo en lo que todo el mundo está de acuerdo: la importancia de la amistad. Hay quien persigue la riqueza, el honor o el poder, y hay quien simplemente busca estar cerca de aquellos que hacen la vida más habitable. La amistad es un refugio, pero no un refugio pasivo; es movimiento, es sostener y ser sostenido. Un verdadero amigo es un espejo limpio en el que nos reflejamos sin máscaras ni pretensiones. Hay algo profundamente humano en el acto de escoger con quién compartimos nuestra vida. En confiar, en abrirse, en ofrecerse sin esperar nada a cambio. En los momentos de alegría, un amigo celebra como si fuera su propia victoria; en los momentos de tristeza, un amigo se duele como si fuera su propia pérdida. La amistad es más fuerte que el parentesco, sin afecto el parentesco perdura, pero la amistad desaparece. La amistad necesita ser regada con la presencia, con el interés genuino, con la voluntad de sostener al otro incluso en la distancia. Conforme uno va asumiendo responsabilidades en su vida, ya no dispone de tanto tiempo como antaño, las tardes y los fines de semana dejan de ser espacios abiertos al culto de la amistad sin límites para llenarse de quehaceres cotidianos. Pero la verdadera amistad no se resiente, entiende. Las amistades que perduran no son aquellas que se construyen sobre intereses superficiales o sobre lo que se puede obtener del otro. Son aquellas que nacen del respeto mutuo, de una admiración sincera por el otro, de la aceptación de nuestras imperfecciones. En la amistad verdadera no hay competencia, no hay envidia. Solo hay lugar para el amor, el respeto y la generosidad. Si algo he aprendido con los años es que la amistad no es algo que se pueda forzar, ni un lazo que se pueda crear de manera instantánea. Es un viaje que se va construyendo día a día, una relación que requiere tiempo, paciencia y sobre todo, honestidad. La amistad madura, como el buen vino, y sus raíces son profundas. Lo que comenzó en la juventud, entre juegos y aventuras, se transforma con el paso de los años en una relación más sólida, más rica, y más significativa. Las amistades de la infancia que sobreviven a eso son indestructibles. Y las que se fraguan en la madurez de la vida, por experiencia, suelen ser las mejores, porque nacen de la semejanza, de encontrarse en el otro y reconocerse en sus valores, en su forma de ver el mundo. Las amistades en la madurez poseen un nivel de sinceridad tan profundo que se convierten en una de las mayores bendiciones de la vida, porque la amistad solo es posible entre buenas personas. Entre buenas personas nace necesariamente una simpatía mutua que es el origen natural de la amistad. A veces me pregunto cuál es la recompensa de la amistad, de su cultivo, de su cuidado. La respuesta me viene cuando pienso en buenas amistades y me siento bendecido; porque la recompensa de la amistad es la amistad misma.
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