Opinión | Mirando al abismo

La guerra y nunca aprender de los errores

Lo único inevitable es nuestra pereza intelectual para buscar alternativas

Debemos dejar de ver la guerra como un mal necesario y reconocerla como un fracaso civilizatorio

Debemos dejar de ver la guerra como un mal necesario y reconocerla como un fracaso civilizatorio / EFE

No es pesimismo, sino realismo: la humanidad lleva la guerra grabada en su ADN cultural. Basta repasar la historia para ver cómo, siglo tras siglo, hemos perfeccionado el arte de destruirnos. Las justificaciones cambian —religión, libertad, recursos— pero el resultado es el mismo: violencia sistemática disfrazada de necesidad. ¿Por qué insistimos en normalizar lo que nos avergüenza en privado?

Desde la “Ilíada” hasta los videojuegos modernos, glorificamos al guerrero. Los héroes son quienes matan por una «causa justa», y los pacifistas son tachados de débiles. Esta narrativa no es inocente: sirve a intereses políticos. Los Estados invierten más en tanques que en hospitales, y luego nos sorprende que, ante una crisis, la solución predilecta sea la fuerza. ¿Acaso la paz no requiere más coraje que la guerra?

Condenamos invasiones ajenas mientras vendemos armas a regímenes opresores. Occidente llora a sus muertos en conflictos «legítimos», pero ignora las masacres en Yemen o Congo. Selectividad moral, pura y dura. La tecnología nos ha dado herramientas para dialogar globalmente, pero las usamos para difamar al enemigo de turno. Las redes sociales, en lugar de tender puentes, amplifican discursos de odio bajo el amparo del anonimato.

Buscar alternativas

Algunos alegan que la guerra es «inevitable». Pero lo único inevitable es nuestra pereza intelectual para buscar alternativas. Si fuimos capaces de erradicar la viruela o cooperar en misiones espaciales, ¿por qué no aplicar esa misma inventiva a la diplomacia? La respuesta es incómoda: porque el poder necesita enemigos. Sin ellos, no hay excusa para controlar, vigilar o reprimir.

Debemos dejar de ver la guerra como un mal necesario y reconocerla como un fracaso civilizatorio. Cada bomba que estalla es una prueba de que privilegiamos la soberbia sobre la razón. La próxima vez que un líder hable de «intervención heroica», exijamos cuentas claras. La paz no nacerá de discursos, sino de ciudadanos que ejercen y hacen uso de sus derechos.

Si algo puede romper este ciclo milenario, es la voluntad de desaprender. Enseñar a las nuevas generaciones que la fuerza no es sinónimo de justicia, que los héroes verdaderos son aquellos que construyen hospitales en lugar de trincheras. La historia no tiene por qué repetirse; podemos elegir dejar atrás el mito de que somos depredadores por naturaleza. El cambio empieza cuando miramos al pasado no con nostalgia belicista, sino con la vergüenza de quien ha tocado fondo y decide, por fin, levantar la vista para ver que el otro no es el enemigo. Sino que también odia la lluvia y ama las mareas, y que también tuvo un perro y un verano.

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