Opinión | Notas sobre cine

Málaga

Humanos y cinéfilos deudores del plano secuencia

A propósito de la reciente serie 'Adolescencia' y el recurso narrativo de moda

Una imagen de 'Adolescencia'

Una imagen de 'Adolescencia' / Netflix

El ser humano se le capta por un impacto, pero difícil es mantener su mirada. La involuntaria entrega de sus sentidos, aquellos que interesados pueden atrapar el instante como si no existiera nada que se le parezca. La imagen nos puede encarcelar por montaje -enredarnos con cortes cadenciosos y frenéticos, rematados con la banda sonora y otra mezcla de sonido a prueba de balas-, cediendo a la firma de un contrato donde la ficción suena real y mejor. El juego contrario es posible: la imagen puede filmarse en presente y su autenticidad nos vuelve súbditos. De vez en cuando, acatamos las reglas sin hacer trampas. 

El plano secuencia está de moda, pero siempre lo estuvo para mi. Todavía recuerdo mi última sesión prepandémica viendo '1917', conceptualizada en un único plano secuencia y con el que Sam Mendes solo pudo acariciar el oro por culpa de parásitos coreanos. A pesar de percatarme de su trampa -hay un claro corte a mitad, junto a ciertos fundidos a negro atravesando las telúricas trincheras- su aparato técnico te noquea. Una cámara capaz de sobrevivir a las bombas y al paso de la noche sin perder de vista a su protagonista, atravesando un infierno nublado sumido en fosas y lodos de sangre. 

Algoritmo

No he visto 'Adolescencia', la razón mediática de este texto. La única serie que parece existir según el algoritmo. La que ha descubierto América, como ocurre cada año. Hasta que las aguas de la tendencia se calmen y pueda disfrutarla sin un baño de expectativas, he buceado a la filmografía de su director, Philip Barantini, para descubrir 'Hierve'. Una propuesta a.B (antes de 'The Bear', fenómeno del cine culinario o de chefs) que se pivota en un único plano secuencia, donde los únicos cortes se dan con cuchillos o entre insultos. Planificada hasta el extremo, el restaurante se convierte en un laberinto donde los personajes hacen ademán de encontrar la salida, pero cuya única escapatoria es el final del servicio. Una delicia, nunca por su menú, la forma que zigzagea en escena entre diferentes puntos de vista (camareros, jefes de sala, reposteros..) como zonas de combate donde el enemigo es el reloj que se resiste a marcar la medianoche. 

Ahora que estoy de resaca con el Festival de Málaga, vuelvo al cine español. A la pequeña pantalla. A Rodrigo Sorogoyen. Si alguien representara una religión, él sería mi escapulario. Cuatro meses han pasado desde aquel último episodio de 'Los años nuevos', plano secuencia de casi 1 hora que viaja en un espacio circular que recorre una noche que exhuma todas las culpas y rencores hasta alcanzar el perdón y la oportunidad despertados por el amanecer. Nosotros, espectadores, afrontamos en directo el dilema de Ana y Óscar como lo haría cualquiera: elegir un futuro, compartido u olvidando al otro, pero ahora con todo el tiempo que perder. Lo postergan, cogiendo aire en el baño contiguo, acostumbrándose al escenario futurible de una vida sin que el otro exista. En unas horas, solo se podrá volver al otro en la memoria. Durante esos minutos que la cámara se vuelve un verdugo, persiguiéndolos entre cuatro paredes, Ana y Óscar se confirman prescindibles. Aquí el plano secuencia captura la realidad y esa supuesta autenticidad se vuelve incómoda, incluso injusta. También a veces, queremos que los cuentos no acaben.

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