Opinión | Primer movimiento

Una combinación preciosa

Estoy acostumbrado a ver mucha distancia entre confesiones en occidente, a tomar como extraño al otro.

Estoy acostumbrado a ver mucha distancia entre confesiones en occidente, a tomar como extraño al otro. / La Opinión

A veces, en lo cotidiano, descubrimos combinaciones inesperadas que nos reconcilian con la vida. No hablo de las grandes perfecciones o de las búsquedas incansables, sino de esos pequeños momentos que parecen llegar por casualidad, pero que en realidad tienen el poder de devolvernos el equilibrio. Como un día de lluvia y un libro, donde el sonido de las gotas sobre el cristal se convierte en música para el alma, porque hay un placer especial en leer mientras las gotas golpean el cristal, como si el mundo entero te diera permiso para quedarte en casa, envuelto en historias. O la combinación de una madre y una gripe, donde el cariño más sencillo se transforma en la medicina más efectiva, ella siempre está ahí, con el termómetro en la mano y el caldo caliente listo antes de que tú mismo aceptes que estás enfermo. La vida está llena de estas pequeñas sinfonías, donde lo que parece ser una simple coincidencia se convierte en un espacio de paz y entendimiento. Sin darnos cuenta, aprendemos a apreciar lo que tiene sentido por sí mismo, sin la necesidad de adornos ni expectativas. ¿Y qué hay de los abuelos en las salidas de los colegios? Observarlos en la distancia, con los brazos abiertos y la merienda en la mano es esperanzador, porque pocas cosas combinan mejor que la paciencia de quien ya ha vivido mucho con la impaciencia de quien apenas empieza a descubrirlo todo.

Serenidad

Una escena que en apariencia podría parecer tan rutinaria, pero que guarda en su interior una profunda serenidad, un recordatorio de que lo simple es muchas veces lo más necesario. Al final, lo que más nos nutre es lo que nos da serenidad en medio del caos, esas combinaciones que, aunque sutiles, nos enseñan que no hace falta mucho más para ser felices. Hace varios años conocí personalmente al misionero jesuita asturiano Kike Figaredo, en Camboya, donde lleva viviendo más de treinta años dedicándose a hacer la vida más llevadera a las personas pobres del país, especialmente a las que han sido víctimas de las minas antipersona. No sabía apenas nada de su historia cuando lo descubrí. He escuchado a gente referirse a él como héroe, ensalzando su manera de ver la vida y entregarse a los demás.

Yo no lo definiría como héroe, al menos, como ese héroe con capa que uno se imagina cuando es niño, y que luego sigue en el imaginario también en la madurez de la vida. La palabra héroe es artificial. Kike es un tipo normal, con genio, que se enfada cuando las cosas no se hacen como se tienen que hacer. Kike nunca va a comer a ‘mesa puesta’, aunque lo invite alguien a su casa, él llega con horas de antelación para preparar la comida junto a quien le invita. A Kike la vida le ha enseñado a dar cancha a la improvisación, a valorar el tiempo como un bien que compartir con la gente, donde la prisa no tiene cabida, ni el reloj ningún sentido. Lo acompañé a bautizos o bendiciones de viviendas donde lo único que se sabía era el lugar donde ocurriría, nunca la hora, y era precioso ver cómo se escribían esas historias tan humanas sin ninguna planificación ni premura, entendiendo perfectamente que lo bonito de aquellos encuentros eran las horas previas de conversación antes del acto en sí. Él tiene un don en su memoria, sabe cosas de la gente que espera algo de él, tiene una palabra, un consejo, un detalle que nadie recuerda pero que él saca a relucir en sus múltiples encuentros y dignifican a la gente, porque los tiene en cuenta, todo es importante si toca la vida de alguien. Su tranquilidad me recuerda a Roger Federer en la pista, se desplaza a ritmo lento, como si estuviera bailando, pero siempre llega a tiempo, y nunca está sudando, a pesar de vivir en un lugar donde la humedad y la temperatura son sofocantes.

‘Obispo de las sillas de ruedas’

Se le conoce como el ‘obispo de las sillas de ruedas’ por haber diseñado una específica para terrenos áridos y por haber repartido miles de ellas en lugares inaccesibles, haciendo que miles de personas dejen de arrastrarse por el suelo para vivir la vida desde una perspectiva más digna. A Kike le gustan las metáforas, como la de la jirafa y el chacal, dos animales que no pueden ser más diferentes. La jirafa tiene un cuello muy largo, su cabeza está a varios metros del suelo, por lo que necesita un corazón enorme capaz de bombear la sangre a tanta altura. Su altura le permite alimentarse de los árboles y además, tener una buena perspectiva desde las alturas, por eso cuando ella se desplaza, a su alrededor se congregan varias especies que se fían de su visión. La jirafa es un animal amable y protector. En cambio, el chacal tiene la cabeza demasiado pegada al suelo, limitando su visión al impulso del momento, por lo que no es su visión lo que le ayuda a desplazarse, sino su olfato, que le guía siguiendo la estela de animales muertos para poder alimentarse. Kike siempre anima a la gente a preguntarse quién quiere que hable en nosotros: la jirafa o el chacal. ¿Corazón grande, altura de miras y amabilidad? ¿O movernos por impulsos y alimentarnos de la muerte? Si uno pasea por la Prefectura donde vive, verá muchas jirafas, de todos los tamaños. Recuerdo que me llamó la atención su unión con la comunidad budista, confesión mayoritaria en Camboya. Kike acude con monjes budistas a la naturaleza, y plantan árboles, que luego revisten con telas naranjas similares al atuendo del monje, y rodean entre todos cogidos de las manos mientras elevan plegarias por la paz y la unión que ellos ven representada en los árboles. Un día me sorprendió ver a budistas participando en misas.

Hijos de Buda, seguidores de Jesucristo

Estoy acostumbrado a ver mucha distancia entre confesiones en occidente, a tomar como extraño al otro, diferente, alejado, incluso enemigo, para algunos. Al preguntar, algunos me decían que se consideraban hijos de Buda y seguidores de Jesucristo. Me sorprendió la respuesta, y quise tener la opinión de Kike. Al preguntarle, me dijo: «Trabajamos con ellos, unimos su realidad más intelectual, contemplativa, a nuestras prácticas más sociales, centradas en el prójimo, y así vamos caminando juntos. Que alguien se considere hijo de Buda y seguidor de Jesucristo me parece una combinación preciosa». Una combinación preciosa. Como tantas otras.

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