Opinión | Málaga de un vistazo

Tristes armas

Vivimos ajenos en este sur del norte a los ruidos de bombas y a la sangre que se seca en los adoquines

Miguel Hernández

Miguel Hernández / l.o.

En los claroscuros de la Humanidad, a veces resuenan tambores que no suelen augurar nada bueno. Y cuando sucede, se agolpan pensamientos y voces que tratan de aportar temple y serenidad en medio de tanta motosierra, arenga de bravucón y valentía de atril. Vivimos ajenos en este sur del norte a los ruidos de bombas y a la sangre que se seca en los adoquines. Nuestra capacidad de adaptación, tan darwiniana como a veces draconiana, nos inmuniza ante el dolor ajeno siempre que no sea en nuestras calles y no salga de las pantallas. Hemos sido espectadores de varias guerras en sólo un cuarto de siglo, pero pareciera que sólo se despertaron miedos cuando los redobles provenían de Ucrania. Porque, en nuestro ombliguismo, aquellos que huían tenían una cantidad de melanina similar a la nuestra, y porque sus fronteras besaban las de la Unión Europea. En 1969, John Lennon compuso ‘Give peace a chance’, y dos años después, Víctor Jara cantaba ‘El derecho a vivir en paz’. Por entonces, era la guerra de Vietnam la que mantenía al mundo pendiente de la barbarie. Hoy se dirige la mirada a Gaza y Kiev, a la espera de conocer cuál será el siguiente oscuro rincón del mundo donde se haga al diálogo sucumbir ante lo atroz. Miguel Hernández escribió: «Tristes armas/Si no son las palabras/Tristes, tristes». Hoy persiste la tristeza al comprobar que es tan cierta como lo son las palabras de la escritora Maruja Torres, quien declaró el pasado septiembre que cada tres generaciones hay un país que se suicida porque ha olvidado lo que les pasó. Igual que olvidamos los versos de Miguel. Quién sabe si un país o un mundo. Quién sabe si la cordura o la perdición.

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