Opinión | EL DESLIZ
Triquiñuelas inmobiliarias
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Lo confieso sin rubor: soy ‘granaíno’ y no me gusta la cuchara. Prefiero la sublime garantía de la tapa seca, el ‘bocao’ rápido y todo aquello que se pinche o se trinche, pero nunca el ‘potajeo’, las sopas, los caldos y otros bebedizos infames.
En Málaga, tierra de acogida, he tenido tiempo más que suficiente para verificar que los platos líquidos también apuntalan su propia impronta desde Manilva hasta Nerja. Aquí, como bien saben, el frío sólo se imagina, la luz es amarilla, el mar entra en casa hasta la cocina, el acento brota cantarín…, pero también la Bella arremete con sus caldibaches de olla, eso sí, más marineros, más suaves, más sureños. Y entre toda la imaginería de la cuchara malagueña, había una receta que, por ser su nombre como es, ya me generaba repulsión y me sonaba mal de antemano; y ello por el chascarrillo que, de vez en cuando, soltaba mi Reme cuando se topaba con algún ‘malafollá’: «no ‘vea’ la cara de gazpachuelo ‘cortao’ que tiene el colega». «Lavín, ‘compae’, −me repetía a mí mismo−, qué mal suena eso que dice la Reme».
Pero la cuestión es que mi señora, mucho más cosmopolita que yo y, por lo tanto, mucho más de probar, ya me vino un día abanderando las mieles del gazpachuelo de marras, contando que lo había probado con gusto en no sé dónde, mientras yo seguía, erre que erre, con mis tenedores y mis cuchillos de sierra. Y fue entonces, seamos francos, cuando lo vi venir: éste que está aquí, por imperativo conyugal, acabará probando el gazpachuelo por lo civil o por lo criminal.
Y, tras el vaticinio, el día llegó: «Niño, que hemos quedado con los amigos para probar el gazpachuelo de La Cepa». «‘Lavín’, qué ‘follaero’, ‘compae’ −me dije−, con lo que me cuesta disimular el asco». Pero claro, a mí, que procuro ser bien hecho, también me daba ‘regomello’ decir que no. ‘Foh’.
Y llegó el día, y allí que me vi, en La Cepa, en el centro de Málaga, en lo que me pareció uno de los últimos reductos con identidad local que sobreviven con autenticidad y carisma ante la feroz arremetida de las franquicias que desdibujan el sello local: el ambiente cálido y cordial; la atención cercana; el personal exquisito.
Llegó el ‘pescaito’ frito, para llorar de bueno; la ensaladilla rusa, de diez; el jamón y el queso, sin raspa, como Dios manda; y, finalmente, me plantaron por delante el plato de gazpachuelo. Y, por primera vez, la presencia me hizo dudar: «mira que la polla», Pedro, a ver si va a resultar que va a estar bueno el gazpachuelo, ‘compae’. Y sí que sí, ‘no ni na’. Maravilla en la boca. Me doblegué, de inmediato, a la cuchara.
La primera sensación me trajo al paladar lo que se me antojó como una variante caliente de la ensaladilla rusa: al fin y al cabo, la mayonesa, el pescado, la patata y el huevo, colindantes y posibles en ambas recetas, estaban presentes. Pero tras el primer paladeo, la trama se extendió por unos horizontes que jamás había descubierto: la calidez, las casas, los hogares, el mar, la abuela que bate a mano, las olas y los engranajes culinarios de otra vida, elementos todos ellos que no tienen por qué no saber acompasarse a los vericuetos e inercias de nuestro presente.
Desde La Cepa, no he vuelto a mirar igual los platos humeantes. Hay algo de humildad en la cuchara, algo de pausa, de ceremonia, algo que es justo y preciso conservar, algo que sobrevive en todo espacio y en todo tiempo, algo que necesitaba descubrir. Y yo lo hice allí, tal y como deben hacerse todas las cosas importantes en la vida: sin prisas, entre amigos y con el corazón dispuesto.
No puedo más que decirles que el gazpachuelo me ha hecho algo más malagueño, que me ha reconciliado con la cocina lenta, con la tradición y con el calor del plato hondo. Pero, sobre todo, el gazpachuelo entre amigos me ha enseñado que los prejuicios culinarios, como todos los prejuicios, están para romperse. Y que, en ocasiones, basta con decir que sí una vez, para que todo cambie.
Si es que te tienes que reír. Pillado en el limpiaparabrisas, otro folio con el anuncio escrito a mano de una particular que busca piso en tu zona, abstenerse inmobiliarias. No le importa vaciarlo si está lleno de muebles, no le importa que su estado de conservación sea horrible, puede esperar si alberga un inquilino. Caray, sí que está desesperada la pobrecilla. El vecino ha recogido otro igual del buzón. “Menudo papel más bueno se gastan los particulares. Este gramaje es de folleto, por lo menos. Y está impreso, no fotocopiado”. Pocos propietarios picarán el anzuelo, la mayoría van escarmentados. Es lo que tiene vivir en un barrio por el que pasan los extranjeros mirando hacia arriba, calibrando, y te hacen fotos mientras tiendes la ropa. Sabes positivamente que si contestas a ese anuncio te sale una inmobiliaria que te mete en su archivador, zas. Así es como cazan clientes que podrían efectuar una compraventa sin intermediarios, pero no les corre prisa. Si no vendes hoy, ya venderás mañana. Ellos plantan la semilla de la posibilidad de una mudanza innecesaria pero rentable. Cuando te hacen una oferta te la piensas y quién sabe. Tras “abstenerse inmobiliarias” se esconden inmobiliarias que desean hacer aflorar propiedades vacías que no están en el mercado.
“¿Hablas inglés?”, pregunta una pareja en chándal con dorados y con gafas de marcaza. “No”. Los niños te afean que cada día eres más borde, ya ni quieres ayudar a unos turistas que igual se han perdido. No se han perdido. Imposible extraviarse con esos teléfonos que llevan. Días atrás entablaste conversación con un joven muy majo que rondaba tu casa. Había oído que se vendía una vivienda en tu bloque y te pidió el contacto de la propiedad. No quería pasar por comisionistas, mejor persona a persona. Buscaba el hogar de sus sueños para su familia y pedía referencias de si el barrio es tranquilo, si es difícil aparcar, si hay colegios cerca… Después del esfuerzo sobrehumano de responderle en el idioma de Shakespeare resultó ser un agente inmobiliario que buscaba hacerle un roto a la competencia. Qué picardía se gastan. Siempre hay que sospechar de quien lleva encima ropa informal por el valor de tu sueldo de un mes. Y de paso de todo el mundo: las inmobiliarias prometen dinero al contado a quien les proporcione el chivatazo de alguna propiedad que pueda ponerse a la venta. Trabajo en red. Cuantos más ojos y oídos, mejor.
A unos amigos les buzonearon la invitación a una charla sobre arqueología local. La organizaba la inmobiliaria de su zona, un barrio gentrificado del centro de Palma en el que resisten cuatro indígenas valientes como en la aldea gala de Astérix, asediados por el turismo y las terrazas ruidosas. Después de la conferencia, cafetito y un rato de puesta en común, vamos a conocernos, que compartimos vecindario. Como los antiguos manteros que se llevaban a docenas de jubilados de excursión en autobús para después venderles sus productos (a menudo mantas carísimas, de ahí su nombre), aquí se busca información de primera mano. De casas vacías, herencias recién recibidas, propiedades de varios miembros de una familia a los que se pueda ayudar con el papeleo, un conocido mío se muda, otro busca una vivienda más pequeña. Deja tu casa en sus manos. Hay que ayudar a tantos europeos ricos a encontrar su sueño… Su sueño, nuestra pesadilla.
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