Opinión | Primer movimiento

Nocturno en do sostenido menor

Tras un breve sueño de unos pocos minutos en el sofá, me despertaron unos acordes inconfundibles en la televisión que me llevaron a una de esas primeras veces. Los acordes iniciales del Nocturno en do sostenido menor de Chopin

Escena de ‘El Pianista’, de Roman Polanski

Escena de ‘El Pianista’, de Roman Polanski / L.O.

Al igual que un escritor nunca olvida la primera vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia, yo nunca olvido la primera vez que siento el dulce dolor interior del impacto causado por una historia que te sacude inesperadamente, sin avisar. Pueden ser historias contadas al calor de un café, escritas como canciones que un día se cuelan en tu vida o interpretadas por actores en películas que se te quedarán grabadas para siempre. El otro día era de noche y estaba desvelado cuando sentí la necesidad de buscar algo, sin saber muy bien cómo explicarlo, que me atravesara por dentro. Tras un breve sueño de unos pocos minutos en el sofá, me despertaron unos acordes inconfundibles en la televisión que me llevaron a una de esas primeras veces. Los acordes iniciales del Nocturno en do sostenido menor de Chopin. Y vino esa sensación de necesidad de ser atravesado de nuevo. Automáticamente volví atrás en el tiempo, unos veinte años, a la primera vez que escuché esa música. Yo no sabía ni qué era un nocturno ni quien era Chopin con veinte años, pero esa melodía no he podido sacarla de mi cabeza desde ese momento. Fue viendo ‘El Pianista’, de Roman Polanski. No me llamó la atención la crueldad de las ejecuciones nazis a los judíos en plena calle, ni las escenas que retratan perfectamente la pobreza que se vive en una guerra o el dolor de las separaciones de madres e hijos en los trenes camino de los campos. Recuerdo perfectamente el momento en el que, más de veinte años atrás, me quedé paralizado y comencé a llorar a borbotones por la profundidad de la escena. Una vivienda destrozada por las bombas. Un polaco judío, famélico, congelado, demacrado, muerto en vida, se esconde en un desván. Un oficial alemán lo descubre y le pregunta qué hace ahí. El judío, con una lata de comida en la mano, la señala, y contesta: «intento abrir la lata, tengo hambre». El oficial le pregunta que en qué trabaja, y el judío le dice que toca el piano. La escena se traslada a una habitación oscura, llena de polvo, iluminada tan sólo por un rayo de luz que penetra en la habitación a través de una ventana rota. Señalando a un piano de cola, el oficial le dice: «toca algo». Lo que se espera de la escena es que el judío hubiera mentido, y el oficial, al ver que no es capaz de interpretar nada, lo ejecutara con un tiro en la cabeza, como se ve en tantas escenas previas de la película. Parece que va a ocurrir eso, pues el judío se sienta al piano, y con las manos moradas por la hipotermia, sin apenas movilidad, comienza lentamente a tocar algo con torpeza. Pero a los pocos segundos, como si esas primeras notas hubieran despertado de su letargo las terminaciones nerviosas del intérprete, continúa con una interpretación magistral de la balada número 1 en sol menor de Chopin. El alemán tiene que sentarse, necesita aceptar lo que está escuchando. En la cara del oficial se aprecia algo que, incluso después de haber vuelto a ver la película, no podría definir, hay que verlo. Ver esos ojos, la postura, cómo respira ante la interpretación del judío. Al terminar, le da comida y le anima a esperar, pues es consciente de que la resistencia rusa está a punto de tomar la ciudad, su salvación está cerca. Lo salvó su música. Como previamente lo había salvado su silencio en otra escena digna de culto, en la que el judío, escondido en otra vivienda, encuentra un piano que no puede tocar para no ser descubierto. Y posa sus manos sobre las teclas, sin tocarlas, imaginando en su mente cómo sonaría una obra que toca en su imaginación mientras desplaza los dedos por el aire. Termina la película con una preciosa escena en la que el judío acude en busca del oficial alemán para salvarle la vida, aunque tarde, había sido ejecutado en un campo soviético. El judío fue a buscarlo. Para salvarlo. Una historia real. El judío se llamaba Szpilman, y el alemán, Hosenfeld; que además de a Szpilman, salvó a varios centenares más de judíos ayudándoles a esconderse. Una historia donde un piano, su música, y su silencio, salvaron vidas.

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