Opinión | Notas de domingo

Atascos y un señor de Barcelona

Viajo en plena operación salida. Lo raro sería no hacerlo. Y vivo algunas casualidades

Tráfico en la circunvalación de Málaga MA-20

Tráfico en la circunvalación de Málaga MA-20 / L.O.

Lunes. Leo una encuesta según la cual, siete de cada diez automovilistas preferirían utilizar el transporte público. Me acuerdo de tal lectura en un semáforo. Miro a mi izquierda. Una chica joven con un coche algo desvencijado. Miro a mi izquierda, un señor en un coche algo más nuevo. No sé si tienen cara de querer ir en autobús o no. Aquí nadie quiere ir en su coche pero el atasco no fluye. El señor parece que oye música. La chica pareciera ir sumida en sus pensamientos. A lo mejor ellos también se han fijado en mí y se preguntan que por qué no voy en metro y así ellos podrían ganar espacio. Me da por pensar en cuándo la palabra atasco se va a divorciar del adjetivo monumental. Atasco monumental: un tópico. Se me ocurre, atasco infumable, pero me parece que me lo voy a fumar enterito porque el semáforo se ha puesto verde y esto no avanza. Fantaseo sobre dónde irá la chica y dónde el señor. Me pitan. Yo también me pitaría a mí mismo. Para alegrarme el día, aunque ya es de noche, me pongo una película española, Amanecer en Samaná, que resulta ser una comedieta fallida con un guión que contiene una buena idea inicial pero que no se mantiene en pie durante el metraje. Lo bueno y divertido son los diálogos entre Luis Zahera, al que en un par de planos se le ven los huevos un poco innecesariamente, y Luis Tosar, empeñado todo el rato -su personaje- en hacer rimas facilonas. La hora y media, grata, es suficiente sin embargo para equilibrar el día. Pensándolo bien, lo comentado más arriba sobre Zahera puede que, para algunos, no sé, no sea tan innecesario.

Martes. Han abierto un nuevo local en mi barrio. Es pequeño y lo regenta una pareja joven que ha estado muchas semanas limpiando el lugar, adecentándolo, vaciándolo, pintándolo. Han instalado al fondo un obrador, han colocado una pequeña barra y van a dedicarse a servir y vender café, té, tartas de queso y galletas de muy variado tipo. Dice mi hijo que la de triple chocolate es la mejor. Se les ve felices, con esa felicidad que da emprender. Y no digo emprender como sinónimo de iniciar un negocio y sí como sinónimo de comenzar algo tuyo y con ilusión y buena compañía. Llevan unos días funcionando y a veces paso por delante solo para ver si hay gente. Si ella sonríe, si las galletas que había en el mostrador a la mañana han desaparecido o no. En ese local hubo una agencia de viajes donde yo hace muchos años, cuando no vivía en este barrio, contraté un viaje a Nueva York. Una vez entré ahí joven soñando con el Empire State y ahora entro maduro soñando con merendar. El negocio recién abierto representa un gesto de audacia y de inocencia. Cercado ya por franquicias y supermercados tal vez se convierta en un punto de encuentro y reunión de nativos auténticos que se reúnan como antaño hacían los grupitos clandestinos en las traseras de las farmacias, en las reboticas. O en un punto de desayuno de los guiris.

Miércoles. Nada en la nevera.

Jueves. Los restaurantes han encarecido tanto el vino que yo ya voy con la euforia puesta de casa.

Viernes. Sevilla. Llovizna. Luego saldrá un solazo. Mucho movimiento en la estación. Inicio de la operación salida, dicen en la radio. Centenares de personas en el vestíbulo. Centenares de maletas. Me da por pensar cuánta ropa interior de color chillón habrá en todas esas maletas. O cuántas bufandas verdes. O cuántos libros de Faulkner. Se acerca un señor a preguntarme que de dónde salen los trenes para Madrid. Todo el mundo en algún momento de su vida ha tenido cara de empleado de la Renfe. Con lo fácil que es decir «no lo sé» y voy y me enredo en explicaciones que no obstante satisfacen a mi preguntador. «Aunque yo voy a Barcelona», añade finalmente. Veo desde el taxi el montaje de la Feria de Abril, que este año es en mayo. Se me tapona (¿tapona o entapona?)un oído justo al entrar al plató. Una ventaja: no me oigo a mí mismo.Me advierte la maquilladora de que me ha dejado realmente guapo. Me dejo el maquillaje. Al regresar, mi ciudad me recibe con nubes indecisas. Me siento en una terraza a tomar café. Tengo que escribir en un rato y no sé de qué. Qué idiotez: la vida pasando delante de mí, gentío y ambientazo en el Centro, y yo pensando en que no tengo asunto que llevarme a la pluma. Juraría que el señor que iba a Barcelona acaba de pasar delante de mí.

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