Opinión | 725 palabras

Digamos que...

Cada vez hay menos dudas de que el hábitat del ser humano de mañana será un hábitat contrahecho, más pensado y dedicado a controlar la muerte que a facilitar la vida

John Calvin Maxwell

John Calvin Maxwell / Wikipedia

Los sapiens menos sapientes del universo a veces rezumamos pensamientos e ideas que, pretendiendo alumbrar al mundo, solo demuestramos que la estupidez más peligrosamente contagiosa habita en el ser humano, un ser generalmente sobrado de sinrazón que recurrentemente termina erigiéndose en el más inhumano de cuantos animales pueblan la Tierra. 

«No sé la razón de la sinrazón que a mi razón aqueja». Nos lo legó Lope de Vega, como resultado de una interiorización solo propia de individuos como él. Digamos que, en este sentido, por mi parte estoy plenamente seguro de que si el Fénix de los Ingenios nos observara desde el otero más eficiente del planeta, esté donde esté, estará, por un lado, desternillándose de risa y, por otro lado, feneciendo de vergüenza ajena especialmente con la visión con la que algún que otro jerarca político gusta de mostrarse al mundo, mientras con el peor tino de la inexcusable educación confiesa su afición de ser besado en el culo por sus iguales. «Pa ver cosas, estar vivos», dicen los lojeños.

Uno, el que ahora le escribe, amable leyente, digamos que desde muy niño fue instruido en el neurótico deber de ser el mejor, incluso a riesgo de morir en el intento una vez en un desgraciado accidente de bicicleta. En aquellos tiempos el mejoramiento indefectible solía manifestarse de manera más clara en los individuos doctorados en la Facultad «del corre ve y dile», bajo el designio de un sistema organizado para que el poder y la sinrazón plantaran sus raíces, como referentes mayores de la cultura interplanetaria de los sapiens más sapientes del Universo. 

La modernidad en la historia demasiadas veces vino más a significase por sus maneras de catetizar que por aquellas otras de catequizar en nombre de la razón de la sinrazón que a Lope de Vega tan seriamente aquejaba.

Digamos que así, de golpe, a estas alturas de la historia, dejarnos el flequillo largo y recogido, a modo de visera rígida tintada de amarillo rubiales made in Trump, da canguelo por los graves efectos secundarios que podrían producir serios delirios en los sujetos más propensos a desconectar su consciencia por razones de manifiesta imposibilidad de mascar chicle mientras caminan.

Digamos que de más en más surgen pseudolíderes políticos tan ocupados en mirificarse a sí mismos que pierden de vista el objeto de su misión como personas. Individuos más ocupados en juzgar su existencia por la cosecha obtenida que por las semillas plantadas que aún no han brotado. Gentes que no se han percatado de que mientras miran al sol se vuelven ciegos respecto del resto de su campo de visión. 

Digamos que hay almas que cuando encuentran una vereda sin obstáculos, son incapaces de intuir que lo más probable sea que el camino por el que avanzan no conduzca a ningún sitio. En este sentido hago mía y se la brindo a usted que amablemente me lee, la sabiduría de John Calvin Maxwell, el escritor y orador estadounidense, cuando expresó aquello de que «a veces se gana y a veces se aprende» ¡¿Cuánto más, cuánto mejor y cuánto más sanamente habrían aprendido nuestro niños si el sistema educativo hubiera prestado seriamente atención al pensamiento de John Calvin Maxwell?! ¿O no?

Las ciudades –prevalentemente las grandes ciudades que un día fueron pequeñas– se han convertido en recintos plenamente adaptados a un sistema en el que las necesidades esenciales del ser humano no terminan de encontrar su rumbo. Digamos que cada vez hay menos dudas de que el hábitat del ser humano de mañana será un hábitat contrahecho, más pensado y dedicado a controlar la muerte que a facilitar la vida. 

¿Quién, a estas alturas del desarrollo del ser humano, sigue manteniendo entre sus principios vitales aquella inveterada máxima que nos legaron nuestros mayores, en el sentido de que en el éxito de todas las hazañas del hombre no cabe la estrategia de vencer siempre, sino que, en purismo y de manera lineal el éxito más que en vencer siempre consiste en no darnos por vencidos nunca.

Digamos que uno, cuando se entrega a la riesgosa misión de juntar palabras, a veces desvaría y, sin remisión, termina diseminándolas a modo de llovizna falaz, de chirimiri caprichoso, de calabobos traicionero, de imprevisible orvallo... que gota a gota impregnan el folio de papel ausente que nunca releo porque, inusitadamente, por sistema, nunca aprendí a leerme.

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