Opinión | La discreción es bella
Servicio

Ambiente en la plaza de Capuchinos durante la última zambomba de la Divina Pastora, el 21 de diciembre. / L. O.
El sábado 21 de diciembre, en vísperas de Navidad, la Congregación de la Divina Pastora celebraba su ya mítica zambomba (que no 'zambombá') en los aledaños de la iglesia que preside su titular. Sin ser yo muy de estos saraos, he de reconocer que llevo dos años sin perderme ninguno porque, entre otros motivos, para un 'semanasantero' que vive lejos y que solo baja a Málaga en Semana Santa, verano y Navidad, estas veladas son de los pocos actos cofrades que uno puede disfrutar in situ, sin necesidad de pantallas de por medio.
En un momento de la tarde-noche, me separé de mi grupo de amigos para ir al baño. Pregunté a un conocido si tenía que ir a un bar cercano o entrar dentro de la iglesia y este me señaló con el dedo a dos baños portátiles situados junto a las escaleras del templo. Como suele ocurrir en estos casos, había una larga fila de chavales esperando a entrar, por lo que no me quedó más remedio que aguardar mi turno religiosamente (y nunca mejor dicho). Justo antes de acceder al WC, entre la puerta y yo se interpuso mi amigo C., congregante de la Pastora, guantes de látex en mano, abrigado con su polar corporativo de la hermandad, móvil en su diestra y cubo con los utensilios de limpieza en su siniestra.
-Hola, Rubén, ¿qué tal? ¿Me permites que me cuele un momento? -me preguntó mi amigo.
-Hombre, faltaría más -respondí.
Y entonces mi amigo, con la actitud de servicio más hermosa que yo haya visto recientemente, encendió la linterna de su móvil, la colocó en un hueco elevado para iluminar el cubículo azul (hueco estratégico que ya tenía perfectamente estudiado, señal de que no era la primera vez que limpiaba aquella estancia) y, en cuestión de un minuto, dejó aquel WC portátil como los chorros del oro. Acto seguido, recogió sus bayetas y su smartphone y prosiguió su tarea, como si tal cosa, en la letrina anexa. Puse un pie en aquella cabina y, efectivamente, en un segundó me percaté de que había estado en baños de hotel más sucios que aquel urinario portátil, lo cual era algo extraordinario porque siempre, siempre, siempre que había puestos mis pies en una inodoro de este tipo, lo había hecho aguantando la respiración de la repulsión tan grande que me provocaba su olor.
Qué regalo de Dios y de la Virgen son esos cofrades que se echan al hombro las tareas más ingratas y que lo hacen con la mayor naturalidad del mundo
Salí del aseo y, de camino a la barra, no pude evitar pensar en lo que acababa de presenciar. Qué regalo de Dios y de la Virgen son esos cofrades que se echan al hombro las tareas más ingratas y que lo hacen con la mayor naturalidad del mundo. Qué fascinante es que haya hermanos, y en este caso anfitriones, que renuncien a festejar de su propia fiesta para encargarse de que no falte de nada a sus invitados. Qué emoción me producen esos cristianos discretos que se dieron, se dan y se darán en la sombra por y para su cofradía. Qué maravillosos son esos hermanos átomos que cumplen su papel a la perfección en este tipo de eventos para mayor gloria de sus titulares.
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