Opinión | Óbito

Madrid

Mario Vargas Llosa, una pasión rabiosamente literaria

El periodista y escritor Juan Cruz recuerda al amigo querido y admirado con el que compartió momentos cruciales de su vida, como el de la entrega del Premio Nobel de Literatura

Mario Vargas Llosa, el día de su ingreso en la Academia Francesa en febrero de 2023.

Mario Vargas Llosa, el día de su ingreso en la Academia Francesa en febrero de 2023. / Teresa Suárez - EFE

Un titán de la literatura cuya obra, y cuya vida, habrá que situarla siempre en presente. Alguien que, desde la infancia, tuvo una historia que contar. De la familia, de su país, Perú, de la vida, de la política, de las relaciones humanas, de la amistad, del amor, de las enemistades, de sus pasiones, del buen cine, del mal cine -que adoraba-, del periodismo. De lo que hizo, de lo que dejó de hacer, de la interminable conversación que mantuvo con sus maestros, desde Jean Paul Sartre o Albert Camus a William Faulkner y, sobre todo, de la figura singular que para él fue Gustave Flaubert.

La vida es una sucesión de ilusiones y de una porción parecida de cristales rotos. Lo peor es cuando se rompen los cristales de la infancia, y eso fue lo que le sucedió a Mario Vargas Llosa cuando alrededor parecía que iban a estar para siempre el paraíso y la madre. El padre -se decía, le decía su madre- había muerto, y él se veía colmado de mimos, rodeado de mujeres que, como la madre, tenían en cuenta los caprichos que se le ocurrieran al más mimado de todos. Si acaso, lo importunaban las primas, entre ellas Patricia, que sería su mujer, después de Julia Urquidi, que también era pariente suya. La felicidad completa era un cristal delicado. Se tenía que romper.

Se rompió aquella infancia feliz. Luego vendría una vida de leyenda, esfuerzo y escritura. Pero nunca tuvo Mario Vargas Llosa olvido de los episodios que marcaron su existencia. Sería un gran escritor de ficciones, pero sería también el mejor relator de su propia vida y de la vida del mundo, al que atendió con pasión política y con dedicación de orfebre. Viajaba para saber y preguntaba para entender, siempre como un escolar o un periodista. Lo acompañé con exsoldados israelíes empeñados en reconciliar a su país con Palestina y lo vi, en todo modo, como el muchacho que se levanta temprano para asistir a un conflicto que ha de contar en seguida al periódico que lo espera. En cualquier sitio se le veía con una pluma y un cuaderno, hasta el último instante.

La penúltima vez que lo vi, en su casa de Madrid, me contó que estaba escribiendo un libro sobre Jean Paul Sartre; había publicado por ese tiempo la historia de un músico peruano y ahora estaba diciendo adiós a su largo periodo de columnista de El País e iniciando un homenaje, o al menos un recuerdo, a quien fue, en su juventud, el más importante de sus mentores.

Por último, lo vi en una librería de Madrid, en la presentación de una novela de su amiga Verónica Ramírez, que durante años lo acompañó en viajes, como su mujer, Patricia, o como sus hijos, que nutrieron algunos de sus libros de observación y testimonio. En esta ocasión salió a relucir una conversación sobre la inteligencia artificial. Saltó, como si fuera impulsado por un resorte, contra el peligro que, según él, suponía ese invento. Fue emocionante verlo tan vital, a sus ochenta y ocho años, quizá sabiendo que ya lo estaba acechando el último tiempo de esta vida.

Se dijo de él que era altivo, descuidado de los otros, distraído. Tanto se dijo de él. Si se me permite diré que todo eso no se corresponde con la realidad. Fue generoso y alegre, estaba pendiente de lo que le dijeras y atendía a los demás como si estuviera oyendo a los más grandes de sus maestros, con curiosidad y respeto, como un alumno o como un periodista, su primer oficio, el que llevó dentro, hasta que decidió dejar de serlo para dedicarse, otra vez, tan solo a la literatura.

Vargas Llosa, en su casa de Madrid.

Vargas Llosa, en su casa de Madrid. / David Castro

La infancia fue para él un aprendizaje decisivo, y tan difícil. Aquella presencia de la felicidad en el paraíso de Piura, donde vivía, se interrumpió cuando él ya había cumplido diez años, la madre lo tomó de la mano y lo llevó al encuentro de su padre. Fue un estallido emocional que le duraría ya toda la vida y que lo marcó desde entonces. Aquella marca decisiva fue el encuentro con la desgracia. Él lo contó, sus palabras valen como el recuerdo feraz en el que volcó su pasión por contar.

"¿Y por qué escribe?", le preguntó en 1990 un periodista de la revista The Paris Review. Para él escribir era una manera de imaginar, de combatir, de explicar sus puntos de vista y, sobre todo, de acoger lo que le dijeran las historias que había escuchado y que reelaboraba trabajando: él, solía decir, no tenía tanta imaginación, lo que tenía era capacidad de trabajo. Pero aquella vez, cuando él acababa de perder las elecciones presidenciales de Perú, que le costaron salud y kilos, le respondió al periodista francés que le preguntaba por la razón de su matrimonio con la literatura: “Escribo porque soy desdichado. Escribo porque es una manera de combatir la desdicha”.

El niño sin padre

Cuando iba a cumplir los setenta años, el 28 de marzo de 2006, El País me encargó una entrevista con él. Le pregunté por aquel suceso que lo alejó de la felicidad de la madre e hizo que ésta compartiera la responsabilidad de educarlo con un padre tirano. Le pregunté, simplemente, qué le hizo el padre, cómo fue tan cruel aquel hombre sobrevenido con el niño que él era entonces.

Me dijo: "Yo le hacía responsable de haber perdido el paraíso de la infancia, que para mí era la vida con mi madre, con mis abuelos, con mis tíos; mis tiempos de niño mimado. Cuando él volvió a mi existencia cambió mi vida. Y le tomé un gran rencor, así que nunca pude tener una conversación franca con él. Pero sí recuerdo algo que me contó mi madre: en Estados Unidos, donde ya vivían ambos, un día él descubrió mi foto y una entrevista que me hacían en Time. Salir en Time para él representaba el éxito. Según mi madre, eso le hizo pensar a mi padre que quizá se había equivocado: tal vez dedicarse a escribir no era algo tan bohemio, no era de veras un pasaporte al fracaso; si te nombraba Time a lo mejor es que era algo respetable. Creo que en esa época hizo algún gesto que quiso ser cariñoso. Pero digamos que yo no sé falsear los afectos que no tengo; puedo ser educado con gente con la que no simpatizo, pero me resulta imposible simular afectos".

Doy fe, así era, así fue, hasta el último instante. En Madrid, en su última visita, me abrazó, gritó mi nombre, volvía a la ciudad en la que vivió muchas de sus etapas de escritor… Allí, en medio del bullicio de una librería, estuvimos hablando contra la inteligencia artificial. Ya su memoria le era esquiva, dramáticamente. Fue una enorme emoción verlo de nuevo, sentir otra vez un afecto que él hacía explícito hasta en los momentos más difíciles, y también en los mejores momentos, sin ocultar jamás las ganas de ver gente y de abrazarla cuando esto formaba parte de su gusto. En cuanto le disgustaba algo, o alguien no le hacía gracia, Mario Vargas Llosa era un intérprete mudo de su malestar.

Esta vez estaba con su familia, preparaban un viaje por el mar. Era, para él, para Patricia, para Morgana, para Álvaro (su otro hijo, Gonzalo, estaba en camino), para los nietos, para quienes estaban con él, un viaje que siempre buscaron para encontrarse y, en los últimos años, para reencontrarse. Después de una época de separación de los padres, que tuvo una repercusión mediática colosal, la familia ya se había juntado de nuevo al completo. Cualquiera que los viera en ese momento tenía que sentir que había regresado la alegría a una familia que siempre había viajado junta.

Mario Vargas Llosa, durante el viaje realizado con su familia.

Mario Vargas Llosa, durante el viaje realizado con su familia. / MORGANA VARGAS LLOSA

La desdicha del niño mimado

En la entrevista de 2006 le pregunté por aquella crueldad inolvidable de su padre. ¿Fue tan cruel, Mario? Me dijo: “No sé si fue su crueldad o que yo era un niño muy mimado por mis abuelos, por mis tíos; era el niño sin padre. Mi madre era una mujer divorciada, abandonada por su marido. Era una familia muy conservadora, católica; me dijeron que mi padre había muerto, no podían decir que mi madre estaba divorciada. Y me criaron como un niño engreído, como un sultán. Toda esa protección se acabó cuando yo me fui a vivir con mi padre, cuando ellos recompusieron su matrimonio; desde el primer momento él impuso su autoridad, y además no intentó ganarme ni ser cariñoso.

Nunca lo vi mentir, o lo sentí mentir, y fue el autor de La verdad de las mentiras, una compilación de autores de su preferencia para explicar cómo la verdad y la mentira son elementos indiferentes cuando se trata de usarlos para la ficción. En la vida misma, en la que desarrolló en público, al menos, jamás lo vi mentir, ni siquiera lo vi callarse lo que opinaba cuando esto era, por decirlo así, políticamente incorrecto.

La mayor parte de sus diatribas (como aquella que lo distanció de Octavio Paz cuando dijo, en México, que el gobierno de ese país distaba de ser una democracia) vinieron dadas por esa imposibilidad de callarse lo que pensara, en cualquiera de las instancias de su vida, tanto cuando era un hombre de izquierdas, por decirlo así, como cuando abrazó las doctrinas que lo llevaron por la senda del conservadurismo. Aun en esta última opción, que no le impidió la amistad o el trato con referentes de la izquierda cultural o política, fue siempre un liberal en todos los sentidos que ha ido adquiriendo, con el tiempo, esa palabra ahora tan henchida de equívocos.

Esa historia, la de los cristales que rompió el padre para destruir el espejo del hijo, está diseminada en muchos libros de Mario Vargas Llosa, también en La ciudad y los perros, que narra lo que sucedía en el Colegio Militar Leoncio Prado, el lugar del destierro que el padre buscó para que el chico no se hiciera poeta y, por tanto, maricón.

Pero donde se refleja de manera más detallada esa cristalería martirizada que ya sería su infancia es en El pez en el agua, quizá el más profundo y personal de todos sus libros. Y el mejor, a mi gusto; en algún tiempo, además, también lo fue para él, eso decía. En El pez en el agua narra la aventura de su vida desde la adolescencia, con un vigor y una memoria, una capacidad de relato que parece hecha por quien no tiene capacidad de olvido.

Nace esa obra singular del recuerdo milimétrico de sus primeras edades en busca del destino de su vida, la literatura, una vocación que inició leyendo los versos de Pablo Neruda que su madre tenía en la mesa de noche. En capítulos intermedios de El pez en el agua fue contando, además, una pasión política que lo iba a destinar, sin éxito, a la presidencia de Perú, la otra parte de aquel pez que luchaba con el agua...

Cuando recibió en Estocolmo el premio Nobel al esfuerzo de contar padeció un parón de voz al que yo mismo asistí. Era la mañana que precedía a su discurso de ganador, aquel en el que lloró mencionando a su prima, y su mujer, Patricia; al amanecer de esa jornada sintió que perdía la voz, y la perdió. Se cruzó conmigo camino del médico, y quise saber qué le pasaba.

Mario Vargas Llosa y su segunda mujer, Patricia Llosa, en la cena de gala del Nobel que recibió en 2010.

Mario Vargas Llosa y su segunda mujer, Patricia Llosa, en la cena de gala del Nobel que recibió en 2010. / Claudio Brescinai - EFE

Un Mario asustado, sus ojos saliendo de la cremallera que era el estupor, no pudo decir sino por señas la naturaleza de su malestar, y en su mirada atónita me pareció ver en ese instante el fulgor asustado de aquellos tiempos en que su padre lo prefería mudo o inexistente. Como si en ese instante el tiempo pasado se le viniera encima, Vargas Llosa parecía el hombre pálido, acosado, que se sentó a escribir, para contarse la vida, El pez en el agua. Verlo sin voz, verlo llorar, era acercarse a su autobiografía.

Podría decirse también que aspiró a presidir Perú para que su padre, que ya había muerto hacía años, supiera de su hijo y no sólo por el Time, sino por todos los periódicos del mundo.

Una vida rabiosamente literaria

Lo que escribió, desde Los cachorros hasta la última de sus novelas, hasta sus ensayos, escritos para entender la vida ajena y la vida propia, siempre estuvo marcado por su pasión machadiana en pos de la verdad (la verdad de los otros, sobre todo), aunque los más rápidos en calificarlo creyeran que su asunto era la propia verdad, de la que también dudaba, mientras buscaba las verdades a las que se enfrentó.

Fue comunista, por decirlo rápido, y fue conservador, por decirlo igualmente con la brocha gorda; pero en ninguna de esas vertientes estuvo tan solo con lo que de simple tenía la denominación, pues discutió consigo mismo, y con los otros, y jamás, al menos en lo que yo recuerdo, se rio de las pasiones o las apetencias ajenas. Era, digamos, un radical de la libertad.

Tras aquella campaña electoral que terminó en derrota, una derrota que él arrostró como si pasara sin buena nota un examen que no tendría por qué a arruinar su vida, él se fue a París, como se había ido al final de su adolescencia, para parecerse a Jean Paul Sartre, disfrutando de un premio que le dio el dinero con el que subsistió en la capital de Francia. En la campaña, de todos modos, siguió siendo lector, y escritor; en los descansos de los mítines leía a Góngora, porque su dificultad lo distraía de la lúgubre jornada de mítines y controversias.

Era un latinoamericano europeo y de cualquier parte, pero siempre era un latinoamericano; su país (sus países) estaba presente en cualquier apuesta cultural o política, jamás desdeñó ninguna de las vertientes del inmenso río que es América Latina. Lo persiguieron en su país, lo declararon no grato, pero él volvió en medio de una época de estúpida dictadura, y tuvo una osadía insólita, dio una rueda de prensa en el sótano de un hotel, cuando los que lo malquerían se habían entrenado a desarbolarlo.

Era además de todo lo que fue una persona ingenua, juvenil a veces, un niño también, un muchacho como Zavalita, el gran personaje que lo encarna en Conversación en La Catedral. Trabajó en radio, en prensa, dio conferencias, asistió a las ajenas, estuvo en universidades y en colegios, fue un extraño alumno de un cuartel al que, años después, no lo dejaron entrar, cuando ya era más que un importante autor peruano, y sorprendió a su tierra y al mundo con obras cada vez más audaces, o tan audaces como las que primero hizo para contar qué pasaba en los barrios o en las esquinas peruanas.

La admiración que suscitó desde el inicio de su carrera (de sus carreras) fue puesta en cuestión por los que no lo querían, sucesivamente, de este lado o de este otro del tablero político.

Era un hombre marcado para la historia por la incomprensión o el desdén, pero también por la admiración que causó su literatura. Ésta no se puede resumir en la noticia que de él da el Nobel, pues su obra no puede ser abarcada en esos veinte renglones. A esa literatura propia hay que añadir una insólita dedicación a las obras ajenas, de las que escribió con generosidad e inteligencia, siempre pensando en el lector y no en los que, estando vivos, o no eran sus amigos o ya habían muerto.

Es, en cierto modo, un hombre incomprendido, como suelen serlo los que han vivido de este oficio y llegaron a lo alto; pero, por ejemplo, de la más célebre de sus diatribas, la que lo confrontó para siempre con Gabriel García Márquez, es preciso decir que cumplió (también lo cumplió Gabo) la decisión que se impuso: no explicar jamás la raíz de aquel penoso drama.

Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, en los años del boom.

Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, en los años del boom. / ARCHIVO

Yo mismo fui testigo del interés solidario que mostró cuando llegaron a sus oídos las noticias sobre el primero de los más graves problemas de salud de quien había sido su amigo y su personaje, en uno de los grandes libros que llevan su firma y su pasión rabiosamente literaria. En 2021 su libro sobre la obra de Gabo, Historia de un deicidio, que fue puesto en cuarentena después de aquel incidente, regresó a las estanterías.

Él no revisó nada; en la edición, que esta vez publicaría Alfaguara, sólo había un cambio, la fotografía del autor, que se sustituyó por una contemporánea. Del resto, aquel libro es el mismo que se debió a su admiración por Gabo. Jamás, en ninguna circunstancia, renegó de esa pasión, y de su respeto, por la literatura de su examigo colombiano.

Sobre el largo malentendido que lo ha tenido como alguien que sería incapaz de devolver afecto, mención o saludo, recibió de un colega colombiano (Héctor Abad Faciolince) la oferta de encontrarse con su antiguo amigo en Cartagena de Indias, pues allí coincidían. Ya estaba Gabo fuera del mundo de los conocimientos, y entonces su antiguo amigo no quiso interpretar un saludo cuya otra parte no iba a entender, pues ya no entendía. Historia de un deicidio siguió siendo, en estas circunstancias, el mejor abrazo que Mario Vargas Llosa le dio en vida a Gabriel García Márquez.

Fue, en las reuniones y en las bromas, en la paz de la vida y también en la controversia, alguien dotado para desplegar una memoria que se sabía todos los libros que había leído, pues además escribía en sus dorsos las notas que le merecían esas obras.

Tiene una familia extraordinaria que, en momentos de dificultades o de discrepancias, supieron llevar en la discreción su pasión por el respeto, de modo que el más conocido de los incidentes de su vida personal tuvo su principio, su nudo y su desenlace, sin que la alharaca ajena irrumpiera en la solidez de una familia que antes, durante y ahora, siempre mantuvo la esencia de una historia que ahora es la que quisieron que los acompañara.

Escribir todo esto que he escrito hasta ahora me ha costado tanto como si lo hubiera escrito sobre alguien de mi familia, pues él y su familia me dieron la oportunidad de conocerlos bien en el trabajo y en la enfermedad, y en las alegrías, así como en las dificultades. Muchos, en todo el mundo, hoy podrían decir lo mismo, porque, con los altibajos que tiene toda relación de cualquier tipo, en este hombre, y en su familia, hubo siempre un gran hombre, un escritor fuera de serie, un ser humano que fue grande, tan grande como inolvidable.

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