Opinión | Desperfectos
El verdadero problema no son los aranceles
Frente al pesimismo interesado, cabe reivindicar el viejo proverbio persa según el cual «también esto pasará», tarde o temprano

El presidente de EEUU, Trump, desvela nuevos aranceles en el llamado Día de la Liberación / EFE
Europeos y americanos son un mismo pueblo. Comparten historia, lengua, cultura y valores. No creo, como repite la prensa estos días, que el viejo relato de la amistad transatlántica se desvanezca ante nuestros ojos al igual que un espejismo en el desierto. Se han cometido errores en estos últimos años y siguen cometiéndose hoy de nuevo, pero ni la guerra de aranceles ni los resentimientos mutuos son capaces de acabar de forma irreversible con aquella realidad compartida que denominamos Occidente. Frente al pesimismo interesado, cabe reivindicar el viejo proverbio persa según el cual «también esto pasará», tarde o temprano.
Es cierto que Donald Trump ha llegado al poder con un tono distinto al de su primera legislatura. Quizás sea la urgencia del segundo mandato o la mutación del Partido Republicano o, simplemente, la consecuencia de una sociedad –la americana– más dividida de lo que creemos. Nunca debemos olvidar que nuestra lectura de la realidad estadounidense nos llega siempre filtrada por las elites urbanas de ambas costas, que controlan en gran medida la proyección internacional del soft power preconizado por Joseph Nye, es decir, de su capital cultural. No sabemos cómo piensa ni cómo se comporta ese otro país que permanece oculto bajo esta superficie aparente, ni tampoco cuáles son sus problemas reales. Pero es probable que no sean muy distintos a los nuestros.
La tecnología, la globalización y el envejecimiento demográfico del primer mundo están transformando profundamente la sociedad occidental. En primer lugar, socavando la solidez de la clase media que creíamos garantizada desde la expansión del Estado del bienestar tras la posguerra. Sin una prosperidad generalizada y compartida, vuelven los viejos miedos. La consecuencia inmediata es la sospecha, que pronto se convierte en desconfianza. Los credos mutan a continuación, subrayando la fractura preexistente de la economía. Así como el sociólogo Zygmunt Bauman tituló sus memorias Mi vida en fragmentos, también podemos reconocer en nuestras sociedades contemporáneas un paisaje que amenaza ruina: la pérdida de sentido de ciudadanía, el retorno de ideologías poco sofisticadas, el enfrentamiento entre identidades excluyentes, el cultivo del odio como estrategia política ejemplificada por el falso moralismo de los haters en las redes sociales.
Los aranceles son la expresión comercial de un desorden mayor, un síntoma de la enfermedad que corroe los cimientos del sistema. El mundo se resquebraja ante nuestros ojos, con la presión bélica en la frontera oriental y la migratoria en la cuenca mediterránea. El movimiento arancelario de Trump provocará una rápida reacción en Europa y Canadá. Este juego de toma y daca no hará sino dañar a ambas partes. Para Occidente, el desafío trasciende lo económico y toca lo existencial: nuestros vínculos de amistad y alianza. No se trata solo de calcular las pérdidas en nuestras exportaciones o de anticipar el daño colateral a los consumidores, que será notable. Para los europeos, la verdadera cuestión es si sabremos transformar este momento crítico en la fuerza centrípeta necesaria para profundizar en nuestra integración. De hecho, la historia nos recuerda que Europa sólo avanza cuando la presión exterior la hace consciente de su fragilidad. Para los estadounidenses, esta crisis también supone un riesgo importante: el de un imperio que se repliega sobre sí mismo, ajeno a las repercusiones de su influencia global. Sin el vínculo atlántico, Occidente pierde fuerza y cohesión. Reconstruir esa alianza, aunque sea con nuevos matices, debería ser una prioridad política y social en ambos continentes. Sólo así podremos enfrentar con éxito las fracturas internas y los desafíos globales que amenazan nuestra estabilidad.
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