Memoria

 Miércoles de Ceniza. 13.30 horas. Cojo el móvil y me dispongo a llamar a mi querido padre:

—Papá, ¿dónde estás? ¿Te pillo bien?

—En el Mercadona, como siempre (risas). Puedo hablar.

—Refréscame la anécdota de cuando Fernando te regaló el cuadro del Chiquito y del Gran Poder el día de tu boda.

—¡Me acuerdo perfectamente! Pues el día de mi boda, en septiembre de 1986, en la plaza de los Mártires, allí estaba Fernando, con el hermano mayor, que era amigo de tu abuelo, esperando, a modo de sorpresa, a que terminara la ceremonia para regalarnos ese cuadro que desde entonces está en la cabecera de nuestra cama.

Ese regalo es un cuadro con un marco dorado muy del gusto de las cofradías de la época (y de ahora). La obra está forrada con un terciopelo rojo de la misma textura que la túnica de los nazarenos de la Misericordia y presidido por dos fotografías (ya amarillentas por el paso del tiempo) de nuestro Cristo y nuestra Virgen, rematadas con una chapita de metal con los nombres de nuestros titulares. Este obsequio sigue en su sitio casi 40 años después. Cuando me encuentro a Fernando, generalmente en la mesa-tienda de la Misericordia, siempre le digo: “Fernando, con ese cuadro que le regalaste a mis padres, yo aprendí a rezar”. Y Fernando se emociona. Y no es para menos, porque no digo ninguna mentira. Siempre se lo recuerdo porque, gracias a ese detalle, yo nunca perdí el vínculo con mis titulares. Porque con nueve años, cuando mis padres se mudaron del Perchel a Teatinos, ya no iba a acompañar a mi madre a comprar al mercado del Carmen, ni visitaba la Capilla de la Cena, ni tampoco correteaba por la plaza rumbo reencontrarme con mi Cristo y mi Virgen. La raíz peligraba. Pero en el cuarto de mis padres, sobre su cama, estaba el cuadro, que funcionaba a modo de capilla. Y en ese espacio casi sagrado, rezaba. Pedía a mis titulares por mis cosas de niño. Cuando pitaban un penalti al Málaga en pretemporada, iba corriendo al dormitorio a pedirle al Chiquito que fuera gol. Y cuando entraba en la alcoba de mis padres, me los encontraba acostados, y yo veía el cuadro sobre sus cabezas, me gustaba pensar que mi Cristo y mi Virgen los protegían y les daban energía para cuidar de nuestra intensa y a veces agotadora familia numerosa. ¡Y tanto que los protegieron y les protegen!

Quiero rendir homenaje a esos Fernandos de las cofradías, esos señores y señoras mayores, veteranos, humildes, entrañables, llenos de detalles, que siempre han estado ahí, que siempre te reciben con una sonrisa y un abrazo como si fueras su nieto, y que, de algún modo, representan a esa generación de cofrades que no quisiéramos que nos abandonaran nunca

Por eso, quiero rendir homenaje a esos Fernandos de las cofradías, esos señores y señoras mayores, veteranos, humildes, entrañables, llenos de detalles, que siempre han estado ahí, que siempre te reciben con una sonrisa y un abrazo como si fueras su nieto, y que, de algún modo, representan a esa generación de cofrades que no quisiéramos que nos abandonaran nunca porque les debemos tanto que, en no pocas ocasiones, dudo si estamos honrando como deberíamos su trabajo y su esfuerzo. Hoy va por esos Fernandos, sé que en todas las cofradías hay uno o varios. Va por sus valores. Va por ser referentes. Va porque ojalá se sientan orgullosos de la Semana Santa que estamos modelando.